El desafío independentista

La maldición de la caspa

La Razón
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La convocatoria deprisa y corriendo de una cumbre independentista sobre el futuro camino hacia un país imaginario nos recuerda a los catalanes cuán primariamente se han simplificado las cosas en nuestra región. Por más desacreditados que estén en la práctica, los secesionistas se mantienen obcecados en su plano teórico. Se trata de una teoría simple que consta de dos partes fundamentales. La primera es que los problemas de los catalanes no necesitarían autocrítica porque todos ellos provendrían básicamente de enemigos exteriores que nos roban, nos expolian y nos oprimen. La segunda parte es que sólo los catalanes razonamos mientras que el resto de los españoles son incapaces de hacerlo y sólo saben imponer. Obviamente, cualquier catalán que haya viajado un poco sabe que ambas premisas son falsas. Sólo se las tragan quienes sin haber salido de su terruño piensan que éste es lo más grande del mundo. La segunda parte de la teoría desprende un corolario que TV3 y el pujolismo se han dedicado a infiltrar como sobreentendido durante los últimos años. Ese corolario sería que todo lo que tiene su centro al otro lado del Ebro, desde los toros al sorteo del Gordo o el tricornio de la Guardia Civil, está espolvoreado de caspa, grasa y barbarie.

Pero la realidad de la calle es tozuda y lo que ha sucedido es que cuando los independentistas han podido exponer su mundo simbólico usando todos los medios públicos hasta la saciedad, ha resultado tan casposo como el que más. La insistencia en los Castellers, la lotería regional, el quemar fotos ajenas y una presidenta del Parlament que da la sensación de pedir a gritos urgentemente un enamorado, tiene en general un tono tan rancio que recuerda viejas épocas de España.

Afortunadamente, más de la mitad de la población detecta es tono apolillado y TV3 pierde audiencia a chorros (¡nada menos que a favor de Tele 5!) y ya ni siquiera las maratones benéficas consiguen los hitos de antes. La cumbre independentista debería abordar que el principal problema de Cataluña es que la mitad de su censo sueña un proyecto administrativo que es absolutamente opuesto al que quiere la otra mitad. Eso se llama división y empate, puesto que un proyecto no tiene ningún punto en común con el otro. Empeñarse en resolver ese laberinto con segregaciones imposibles sólo conseguiría que, al eliminar al enemigo imaginario y no tener a quién echar la culpa, los catalanes cayéramos en un estupor sólo soportable con grandes dosis de antidepresivos. Una decepción que nos pillaría además ahogados en una caspa tradicionalista que nosotros mismos habríamos hipertrofiado. Mantener los mismos puntos de vista cuando las circunstancias cambian es sentar plaza de bruto. Los independentistas zarparon rumbo a Quebec (o Ítaca) equipados sólo con un mapa del Mediterráneo y se empeñan obstinadamente en no usar otro a lo largo del viaje aunque hayan cruzado Gibraltar. Lo peor es que una mitad no podrá hablar con la otra hasta que no se haya tomado su medicación.