Hamburgo
La Nación española
Las tres primeras palabras de la Constitución dicen: «La Nación Española, deseando establecer la justicia...». Tres palabras que dicen todo. Es decir, un sujeto político cuya legitimidad descansa sobre la voluntad del pueblo, de todo el pueblo, que en uso de su soberanía política ha decidido dotarse de unas formas institucionales para la convivencia.
España no es una invención, España es, por todos los conceptos una nación. Y una de las grandes. La nación española además responde a un sentido de identidad histórica en continuidad desde San Isidoro sus Laudes a la «madre España», a la generación de los poetas de 1950 o a los grandes compositores de la historia de la ópera, pues prácticamente todos, dedicaron al menos una de sus obras a España.
Cuando a Pío XII le explicaban que un cura se encontraba atravesando una etapa de crisis en su vocación, él respondía siempre de la misma forma: «¿cómo se llama la señora?». Y yo, cuando me preguntan cuál es el horizonte territorial de España, o si estoy a favor de la creación de un hipotético Estado federal, siempre respondo de igual manera: ¿dónde residiría la soberanía?
Porque, en un Estado federal, la soberanía reside en el mismo sujeto político que en un Estado unitario o un Estado regional: en la nación en su conjunto. Por eso, la decisión constituyente, sea en Estados Unidos en 1787 o en Alemania en 1949, es conjunta. Y, por lo tanto, es inconstitucional la posibilidad de que uno o varios Estados de la Federación decidan separarse. Y, además de inconstitucional, antidemocrática: una decisión unilateral de un Estado, es decir, de una parte, priva al conjunto de la Federación, es decir, al todo, de ejercer sus derechos soberanos, constitucionalmente fijados.
El gobierno de una Comunidad Autónoma, Cataluña, ha anunciado que pretende celebrar una consulta para su secesión de la nación española, es decir, quebrantar la Constitución, y fracturar un proyecto histórico y político de aliento plurisecular. E inmediatamente se ha suscitado dentro y fuera de Cataluña la pretensión, yo creo que bienintencionada, de dar respuesta a ese afán secesionista mediante una reforma de la estructura territorial de España que la convierta en un Estado federal.
Hay que preguntarse: ¿Es sólo el nombre? ¿No es España ya un Estado cuasi-federal? ¿Sería una constitución para una España hemipléjica? ¿Y dónde residiría la soberanía en ese estado federal? ¿Sería en los propios «estados federales» o en la nación en conjunto? De esto nadie ni media palabra. ¿Daría satisfacción plena a los que hablan sin tapujos de independencia? O por el contrario, como diría Julián Marías: «no se puede contentar a quien es incontentable».
En la historia del derecho se observan infinitas modificaciones legislativas siguiendo sus propias normas o por actos revolucionarios. No olvidemos que la evolución no afecta a la esencia de las cosas, sólo afecta a esa esencia la revolución.
Establecido el principio rector de la soberanía nacional, la posibilidad de autogobierno es amplísima. En Estados Unidos, cada Estado fija desde el límite de velocidad que se aplica a la posibilidad de ingerir alcohol, pasando por los tipos impositivos. En Alemania, las antiguas ciudades de la Hansa, como Bremen o Hamburgo, tienen la consideración de «Ciudades libres», y un «Estado libre» es Baviera. Con el límite exclusivo, pero nítido, del reconocimiento de que el ejercicio de la soberanía reside en la nación, las posibilidades de diálogo entre los territorios son amplísimas. Y seguramente es un dato a tener muy en cuenta que la primera democracia del mundo, y la única nación que surgió como democracia, los Estados Unidos, sea una Federación, o que un país como Alemania, tercera economía del mundo, y gran potencia europea, sea una Federación también. Pero tanto en Estados Unidos como en Alemania no hay debate sobre el sujeto de soberanía.
Los problemas políticos tienen múltiples resonancias, porque obedecen a un substrato racional, pero también emotivo. Y muy especialmente el sentimiento de identidad nacional. Y el diálogo político exige claridad y autenticidad en las posiciones de partida. Dentro de la nación española de 1978, la misma que ha posibilitado que los catalanes sean más libres que nunca en su historia, cabe cualquier planteamiento político. El único límite es la propia democracia.
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