Luis Suárez

La Transición

El fallecimiento de Adolfo Suárez, una de las figuras claves en ese logro ejemplar que significa la Transición española, nos obliga a pensar en los antecedentes que la hicieron posible. E1 cambio de aguja tuvo lugar cuando Arrese, desde la Secretaría General del Movimiento, elaboró un proyecto fundamental que hacía de éste un verdadero partido único. Los tres cardenales españoles, siguiendo instrucciones de Roma, advirtieron entonces a Franco que si se tomaba esta opción, que parecía retorno al totalitarismo, la Iglesia tendría que retirar su apoyo. Todos los ministros sin excepción se pronunciaron en favor de esta tesis y Arrese tuvo que renunciar cambiando además de Ministerio. La decisión estaba tomada: devolver la legitimidad a la Monarquía. Para ello era necesario comenzar por una recuperación económica, primero estabilizando la moneda; después, desarrollando la economía. Gran éxito sin duda el que consiguieron los que preferían llamarse tecnócratas, es decir, aves de paso para cumplir un programa. Y España se recuperó.

Fueron muchas 1as personas que tomaron parte en este lento y maduro proceso. Laureano López Rodo, Torcuato Fernández Miranda, Fernando Herrero Tejedor, Mariano Navarro Rubio y hasta más de un centenar de nombres deberían ser mencionados. De ellos aprendió Suárez muchas cosas. Sería importante conocer 1a conversación que en una tarde del 18 de julio, volviendo del festival de La Granja, mantuvieron en Segovia Laureano y el gobernador civil, que era precisamente Adolfo Suárez. Pero la lección suprema estaba en lograr un cambio sin ruptura. El obispo de Ávila tenía razón en la homilía del funeral al destacar e1 carácter de católico practicante que el futuro presidente tenía, ya que de este modo podemos entender muchas cosas. La intervención de la Iglesia en todo el proceso de cambio fue, en ciertas oportunidades, decisiva. No podemos olvidar el papel que el Concilio Vaticano II desempeña en el futuro de Europa. Ya España se había adelantado a reconocer libertad religiosa para los no católicos; con ello consolidaba también una de las raíces de la cristiandad.

El secreto del éxito, quiero insistir en ello desde mi experiencia de historiador, estaba en que los que se incluían en el proceso estaban pensando en evolución y no en ruptura. De cuando en cuando los enemigos del mismo tratarían de recurrir a los «violentos», aunque nunca lograsen el éxito esperado. Hoy vemos las cosas muy claras. La violencia trata de provocar un endurecimiento en el rigor que los poderes públicos deben aplicar para reprimirla, fabricando de este modo el argumento de la crueldad o del abuso.

Mientras Adolfo crecía en su capacidad política y significado personal, aspectos ambos que estos días, con acierto, se han puesto muy a las claras, se iba procediendo a un cambio que sometía no sólo al Movimiento, sino también al Estado, a leyes fundamentales que garantizaban el futuro y, paso a paso, incrementaban las dosis y formas de libertad. No hay que olvidar que ni Inglaterra ni Israel tienen constituciones, y la que se califica de tal en los Estados Unidos es un enunciado de principios fundamentales que no pueden ser cambiados. Rodrigo Fernández de Carvajal y Antonio Garrigues coinciden en apreciar que el camino escogido por los reformadores españoles estaba más cerca del modelo americano que del francés: primero los principios fundamentales, después la leyes orgánicas que pueden ser revisadas. Era lógico, ya que se trataba de restaurar la Monarquía afirmando para ella la legitimidad esencial.

Y así llegamos a aquel 22 de julio de 1969. Como en las viejas Cortes nos sentaban por orden alfabético, a mí me correspondía estar al lado de Adolfo Suárez, procurador electo en aquel turno llamado de familias, pero que respondía a la ciudadanía pura y simple. Un día clave en la historia de España, pues se trataba de preguntar y recibir juramento a1 Príncipe que iba a incardinarse en la Monarquía. De acuerdo con los usos y costumbres españoles que aún siguen vigentes, en el Rey se unen dos legitimidades, la de origen, que llega por la vía del nacimiento y la de ejercicio, que comienza precisamente con el gesto de las Cortes. Así lo hallamos desde las Partidas hasta hoy. El monarca jura obedecer las leyes, no refiriéndose únicamente a las que se hallaran vigentes, sino a aquellas otras que por las Cortes o por la ciudadanía pueden ser establecidas. De ahí la conciencia que entonces teníamos quienes votamos a favor expresamente de que se estaba poniendo el primer ladrillo en el edificio de la libertad. Y esto, ahora, ha sido reconocido como cierto.

El cambio, iniciado aunque no concluido, revestía también otra dimensión importante: España, parte de Europa, con la que estaba negociando ya un acuerdo fructuoso, necesitaba acomodarse a1 modelo de la nueva europeidad. Y en este ambiente, durante cinco años, el futuro presidente del Gobierno pudo ir completando su formación. Conviene insistir: la transición pudo hacerse de una manera esencial porque partía de una forma de Estado ya establecida que debía modificarse. Esto no disminuye los méritos del presidente Suárez. Cuando llegó su hora, abrió las puertas del todo y sorprendió al mundo con el aura de paz y entendimiento entre quienes habían sido antes enemigos mortales.

Una lección que es muy importante no olvidar. Las evoluciones garantizan la convivencia; las revoluciones la destruyen. Por eso no es extraño que el régimen político nacido de una revolución sea peor que el por ella justamente denunciado. La gran lección del cristianismo sigue en pie: amarse los unos a los otros sin parar mientes con exceso a las divergencias en el pensamiento. Y también estar seguros de que los de enfrente siempre tienen algo de razón, aunque nunca completa. El amor está en la esencia del alma en la que Dios ha puesto su imagen y semejanza.