Alfonso Merlos

La yihad que viene

Al Qaeda es una reliquia. Es la buena noticia. La mala es que el traspaso de poderes totalitarios y violentos al Estado Islámico significa que la amenaza a la seguridad occidental es más difusa, más invertebrada, más impredecible y, en términos generales, igual o mayor a la que hemos padecido en la última década. Y eso afecta inexorablemente a España, que era, es y será un blanco prioritario para el salafismo armado.

La nostalgia de Al Ándalus, la evocación de la grandeza perdida por el extinto Imperio arabo-musulmán hace que quienes se autodenominan «soldados de Alá» nos consideren ocupantes de un territorio usurpado ilegalmente y, por consiguiente, sobre el que recae la obligación de reislamización. Es un postulado innegociable, inamovible con el paso del tiempo.

A nivel de riesgo nacional a nuestro sistema de libertades, las Fuerzas de Seguridad no deberán sino redoblar los esfuerzos de prevención y anticipación en las ciudades de Ceuta y Melilla. Ya lo han hecho en los últimos doce meses. Sin duda, porque las redes del yihadismo transnacional han establecido esas bases como cabeza de puente para planificar, ejecutar y controlar operaciones de la más diversa índole delincuencial. Y eso convierte a nuestras posiciones en el norte de África en un foco caliente con tres vectores entrantes y salientes.

Primero, el peligro que representan los terroristas radicalizados, captados y enviados a zonas de conflicto, como Irak o Siria (también Mali u otros territorios subsaharianos). Y ello con el grave problema que conlleva su regreso a nuestros país con una formación cualificada y un entrenamiento más o menos sofisticado, por ejemplo, en la fabricación de explosivos o el manejo de armas de guerra.

Segundo, el peligro que representan los terroristas que, imbuidos de la idea inamovible de la «resistencia contra el imperialismo», buscan con ambición y fanatizados el salto a la Península. Y a partir de ahí su conexión puntual o integración permanente en entramados más o menos organizados, estructurados y con ciertos medios para la financiación y la logística (principalmente extendidos en todo el arco del Mediterráneo).

Tercero el peligro que representan los terroristas que se mueven de una zona a otra del Magreb (esencialmente en Marruecos y Argelia) para, en un momento dado cruzar la frontera. Aquí buscan –y así seguirá siendo con mayor ahínco– o bien ejercer de prescriptores y maestros de los aspirantes a suicidarse en nombre del «islam auténtico» o bien larvar una red de contactos para darle forma a proyectos de atentados llamados a causar gran destrucción material y humana.

Ya hace años el ideólogo de referencia de la yihad postmoderna, Mustafá Setmarian Nasar, dejó escrito en su llamada a la violencia global que la próxima fase en el combate del enemigo debería ser la protagonizada por musulmanes –individuos o pequeños grupos– capaces de golpear y retirarse, desmoralizar al oponente y doblegarlo en países como España sin necesidad de tomar el espacio físico como en las antiguas batallas.

En este sentido, las unidades especializadas del Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil, en colaboración con Instituciones Penitenciarias, deberán centrarse de forma proactiva, diligente e implacable en la detección de la figura del «lobo solitario». Este perfil, entre los epígonos de Bin Laden, podrá surgir de entornos carcelarios, de oratorios más o menos informales o clandestinos y –más alarmante– del calentamiento que éste tipo de delincuentes proporcionan y reciben a través de las redes sociales. Ahí ya está dibujado un nuevo y decisivo frente. Tres armas serán necesarias para vencer: la primera, la información; la segunda, la información; la tercera, la información.