José Jiménez Lozano

Las salvaciones

Yácov Savvich, el protagonista de «Una casa de adobe en un jardín provinciano», de Platónov, «echó de menos a su niño que se había perdido, pero no hizo esfuerzo alguno por encontrarle :¿acaso son pocos los que se pierden en este mundo? Hasta él mismo se perdió poco después, cuando la revolución de febrero. Yácov Savvich calculó correctamente que la revolución era un negocio muy lucrativo, más incluso que el reloj de movimiento perpetuo, y se fue a batallar en ella; año y medio después le mataron durante la guerra civil». Y el cuentecillo obliga a reflexionar no sólo por la tragedia del niño y la estupidez y la maldad paternas, sino porque el cuento puede ser, igualmente, una imagen o trasunto de lo que ocurre a una sociedad entera como la nuestra. Porque ciertamente nuestra sociedad ha perdido demasiadas realidades, incluso las que la constituían esencialmente como tal, y sin embargo, ha decidido que esas realidades –a las que llama valores– se equiparen al llavero de la casa o del coche que se pierde muchas veces, y ya se deja de buscar porque, en vez de los viejos valores o llaveros, hay otros más modernos y, con ellos, como Yácov Savvich, se piensa en el negocio y el poder para el presente y el futuro. El pasado no solamente no parece preocuparnos, sino que ha quedado como no sido, o lo anulamos como si pudiésemos hacer otra cosa que olvidarlo para repetirlo. Y por esto también decimos cualquier cosa.

Y tanto es así que cada día haríamos bien en recordar a Albert Camus cuando escribía: «Las ideas equivocadas siempre acaban en un baño de sangre, pero en todos los casos es la sangre de los demás. Por esta razón algunos de nuestros pensadores se sienten libres para decir cualquier cosa», que, como salida de su boca, luego se extiende, como la grama, el cornezuelo, la helada negra en mayo.

Cuarenta años después de haber logrado por fin un solo gran acuerdo entre españoles, estamos ahora, sin embargo, como jugando a resembrar desacuerdo, división y odio, y haciendo hincapié para que prenda. Hasta aquí hemos vuelto, y volvemos cada día, y exigimos soluciones hasta para problemas inexistentes y meros voluntarismos. En un momento como el nuestro, tras escuchar machaconamente las casi únicas noticias que son de despilfarro o apropiación indebida y una diversidad de burla del Derecho raramente vista, y esto por todas partes, cualquiera de nosotros, exactamente como en tiempos de peste, puede creer cualquier cosa, y siempre una necedad o una locura, porque la lógica y el orden moral en que precisa vivir una sociedad se ha quebrado, y ya no hay más que el sueño de un mesías justiciero, que siempre es un Ángel Negro, del que nunca se sabe si seremos capaces de poder librarnos.

No tienen muchas más lecturas distintas las desastrosas noticias de periódicos, radio y televisión de meses pasados, y también naturalmente de la aparición de salvadores inocentes, que tratan de cabalgar el viento, y añadir siempre el sentimiento de la indignación, que es como se llama con frecuencia al odio y a la venganza, descargando luego todo el mal sobre un chivo emisario y gran culpable que paga por todos, y nos tornará felices.

Tal es el inevitable medio de funcionamiento religioso y sacrificial de civilizaciones y culturas, cuando el Derecho se ha orillado, y se obliga a vivir a la mayoría de las gentes con un único horizonte político, y nadie debe sospechar otras realidades.

Cuando se prohibió en la Alemania nazi la cátedra de Romano Guardini, quien jamás había dicho allí una sola palabra política, el funcionario correspondiente señaló con sarcasmo que era necesario hacerlo porque en esa aula se dejaba entender que, además de la política, había otros mundos, y esto resultaba intolerable. Pero los hay, y la democracia y su pervivencia consisten en una sola cosa: en que el Derecho esté sobre el Estado y nos vincule a todos. Lo demás es perfectamente secundario.