José Luis Requero
Legislatura en el banquillo
Hace unos años escribía que las dos últimas legislaturas de mayoría socialista estaban en el banquillo del Tribunal Constitucional. Era 2009 y las principales leyes promulgadas en esos años o ya tenían sentencia o esperaban –y esperan aún– turno. Era el caso de la ley de violencia sobre la mujer, la ley del «matrimonio» homosexual, el Estatuto de Cataluña y es todavía el caso de la ley del aborto, la asignatura de Educación para la Ciudadanía, la de Economía Sostenible, las primeras medidas a favor de los deudores hipotecarios, etc.
La actual legislatura discurre por el mismo camino. De nuevo buena parte de las normas promovidas por el Gobierno están recurridas ante el Tribunal Constitucional. No quiero aburrirles, pero se han impugnado todas las iniciativas para controlar el gasto, en especial en materias como la educación, sanidad; añádanse las reformas en materia de estabilidad presupuestaria, normas sobre fomento de la competitividad, la de supresión de incentivos para energías renovables, las reformas del mercado laboral, de corrección del déficit público, de RTVE, las diversas normas sobre tasas judiciales, de consolidación de la Seguridad Social, las dos leyes de presupuestos, de impulso de la actividad económica, de apoyo a los emprendedores y de creación de empleo...
No he computado las cuestiones de inconstitucionalidad, es decir, las dudas que los jueces plantean sobre la constitucionalidad de ésas u otras leyes; me he quedado con los recursos de constitucionalidad, es decir, los que promueven diputados y senadores o asambleas legislativas autonómicas o el Defensor del Pueblo. Tampoco he tomado en cuenta los recursos contra leyes autonómicas –algunas de especial relevancia para un territorio– ni los conflictos de competencias entre el Estado y las autonomías. Me he ceñido sólo a las leyes estatales y si hago ese recuento no es para calibrar, en lo cuantitativo, la carga de trabajo que pesa sobre el Tribunal Constitucional, sino por lo que significa que las legislaturas acaben dependiendo de sus sentencias.
Que se recurra al Tribunal es normal, pero el riesgo es que por ser ése el destino de las legislaturas acabe convirtiéndose en lo que en alguna ocasión he llamado «tercera cámara»; que, como la guerra, la jurisdicción constitucional suponga hacer política por otros medios. Entre que es nombrado directa o indirectamente por los partidos y tiene la última palabra, su dilema es ser un tribunal de Justicia o el terreno donde los partidos libran su última batalla. Esa forma patológica de hacer política acaba erigiendo al Tribunal en coartada para el discurso político, y causa un daño colateral relevante: como se le identifica con un tribunal de Justicia más, en la percepción popular esa idea de politización alcanza a todo el sistema judicial.
Si el Tribunal Constitucional juzga leyes, cuanto más relevantes sean, más tensión sufrirá. Esto no es privativo de España, ahí está el caso del Tribunal Constitucional portugués, que anuló una parte sustancial de las medidas contra el déficit y ha provocado un terremoto político; o el caso del Tribunal alemán que dará a conocer en los próximos meses su decisión sobre la compra de bonos por el Banco Central Europeo, decisión crucial para el futuro del euro.
Insisto: ¿esto es normal? Depende del fundamento de los recursos y de la actitud de los partidos. El problema surge cuando se pretende lograr en el Tribunal lo que las urnas han negado, si la lucha política no acaba ante sus puertas para dejar que hable el Derecho y se espera que sus miembros sean coherentes con el partido que les ha propuesto, peor aún es que se emplee para reformas fraudulentas de la Constitución: se legisla contra la Constitución y ya se encargará el Tribunal de validar esa reforma espuria. Ahí está el ejemplo del Estatuto catalán; ahora sirva de consuelo que la propuesta federalista del PSOE reconoce que debe pasar por una reforma de la Constitución.
Malparado desde la sentencia del «caso Rumasa», encarna al cien por cien la idea de órgano constitucional politizado. Objetivamente, aúna todos los ingredientes para dudar de que sea una instancia realmente neutral, de ahí que su crédito dependa sólo de él: de que resuelva con arreglo a criterios jurídicos objetivos y creíbles, no mediante coartadas.
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