Francisco Nieva

Los actores de la castidad

Los actores de la castidad
Los actores de la castidadlarazon

En estos malditos tiempos, muchos valores fundamentales han bajado de cotización. Y nadie mejor que un desenfrenado –como yo mismo– para reconocer que la inocencia y la castidad son ideales, son deseables y es admirable que existan en un mundo tan endiablado y maligno. Pero, ¿cómo permanecer inocente y casto toda la vida? Como para ganarse la coronilla de Santo. Ya he confesado y lamentado con anterioridad que no soy muy católico. Pero los curas han sido numerosos en mi familia y los entiendo y me compadezco de sus torturas, a menudo relacionadas con su voto de castidad. Yo mismo soy biznieto de un presbítero gran humanista, y con un alto prestigio de predicador, a quien un día «se le fue el seguro». Y además, fue culpable de ocultación. Aunque por eso vivo yo y escribo artículos para LA RAZÓN. No tengo más remedio que perdonarle. Pónganse en mi lugar. A pesar de lo cual, no encuentro lógico el matrimonio de los curas. - «¿No habéis querido ser sublimes, superiores, representar el perdón de Dios? Pues haced un esfuerzo, que tiene una parte de feliz conformidad y os pone a salvo de tanto vulgar drama como inevitablemente acarrea la extrema sexualización de la vida».

¡Ah, qué hartura! Hasta el anuncio de un detergente echa mano de la sexualidad para que se retenga la marca. Todo quiere revestirse de tentación y afrodisíaco y recordarnos que hay que copular, copular sin descanso, como gallinas o conejos. Ni que fuéramos unos impotentes a los que se debe estimular. Hay que tener presente que para la creatividad mental, focalizada en el entendimiento y la creación, la castidad también puede ser una juerga. Ya nos lo aconsejaban los viejos: - «Deja la lujuria un mes y te dejará a ti tres». Hasta los más empecinados sexo-adictos echan de menos la castidad salutífera e incontaminada, como la mejor compañera y colaboradora de ese esfuerzo mental. Y hasta del físico. Pensemos en los deportistas, a quienes tanto puede dañar salir de noche. Aceptemos que la sexualidad es un don de la naturaleza y a la vez una condenación. Desde muy pronto, en la adolescencia, la sexualidad traza nuestro destino, somos sus víctimas, sus rehenes. Algunos desesperados han llegado a clamar: - «¡Me la corto, me la corto, ya no puedo más!» Pero he aquí la gran confusión. En esta confusión y relatividad de todo se basa mi trabajo de escritor dramático, porque este gran problema de la vida me impulsa a escribir para ahondar en la complejidad del ser humano.

Los grandes dramaturgos –Shakespeare, Calderón, Schiller...– han representado muy bien «el mal», pero no consta, ni por asomo, que hayan despreciado la inocencia y la castidad, que hacen tan buen papel en el teatro. Lo que tanto nos hace lamentar «La violación de Lucrecia». Aquellos dramaturgos también pusieron en evidencia la castidad y se valieron del mal como teatral contraste con el bien. Y saben, asimismo, que hay prevaricadores, ladrones y asesinos odiosamente castos. Es decir, peores. Es una desgracia ser mala persona, y es el dramaturgo, su revelador y acusador, quien termina perdonándolo todo de sus personajes, como si fuera Dios. «Todos son hijos míos, tanto el malvado y el traidor como el inocente y el casto. Todos me han sido necesarios y han cumplido bien su función».

El gran dramaturgo Bertolt Brecht puso muy en claro lo que es el distanciamiento estético para entender plenamente una obra de arte. Hay que retirarse lo suficiente para apreciar bien un cuadro. No acercarse –identificarse– para perderse dentro de él. Hay que saber guardar bien las distancias entre el arte y la vida. Si nos distanciamos estéticamente, todo lo perdonamos con serenidad y complacencia. Se me ocurre dar un consejo: miremos cuanto nos está pasando de terrible como un drama que ya pasó; mirémoslo como el dramaturgo que lo resucita y escenifica como espectáculo estremecedor, pero en tiempos de paz y después de nuestro rescate. Y en tanto que sus espectadores, aplaudamos al Sumo Creador, su dramaturgo; pidamos que salga a saludar, para premiarle por su habilidad y lo bien que han estado todos sus personajes representando su papel. Sobre todo, los canallas y los corruptos los han hecho con toda propiedad. Tampoco han estado mal los inocentes y los castos –políticamente hablando–. Mirémoslo como si fuéramos a ver «Los miserables», una bella y reciente comedia musical.