José Jiménez Lozano
Los estilos europeos
La figura retórica o metáfora de las construcciones es posible que haya huido en una gran parte del ámbito poético, pero ha llenado todos los otros ámbitos de expresión; y esto desde la imaginería y la simbólica masónica a la política diaria. Mientras que, en el plano de la construcción física misma, el nombre queda comido por sus adjetivos, y toda construcción es funcional, y las construcciones ejemplares están concebidas y levantadas como desafío a la geometría y a las viejas ideas seculares de lo que es una casa para diversos destinos, al contrario, por ejemplo, de la manera de hacer cisterciense, en la que el mismo sentido de la simplicidad y la misma belleza se buscan para la iglesia y para el granero. Y, si esto ocurría con las casas y otros edificios destinados por ejemplo a funciones públicas en los que se buscaba una especial dignidad, también ocurría con poblados y ciudades. Y sabemos que uno de los hechos que para los romanos anunciaban ineluctablemente que aquella «Roma eterna» se venía abajo era el descuido – en medio del derroche de dinero– en la edificación, o la indiferencia ante su fealdad.
Pero, en el pasado, una casa era el centro del mundo, venía de lejos e iba lejos, en una misma familia; y lo mismo ocurría en una ciudad, que se asentaba en la historia y se miraba como el eje común de las vidas de sus habitantes. Después, ya todo fue determinado por el dinero y las decisiones políticas. Y, como esto ha sucedido en todo el mundo occidental en general y Occidente ha contagiado a los demás en este sentido durante mucho tiempo, al estilo dictatorial de tipo nazi o soviético, verdaderamente horrendo, ha sucedido luego el estilo que podríamos llamar «jaula de pájaros», o «grandes invernaderos».
Pero es que en este otro asunto de la ya famosa construcción de Europa ocurre exactamente igual, porque, incluso si se comenzó a construir sobre unas primeras piedras sólidas, enseguida, sin embargo, comenzaron a tirarse muchas cosas por la ventana: desde las mismas formas democráticas, porque, por ejemplo, las grandes decisiones europeas las toman los jefes de gobierno por sí solos, y se instala una pesada burocracia autosuficiente. Se renuncia también, como si tal cosa, a la famosa cultura europea y occidental, y la agricultura se convierte en agroindustria con una buena caja fuerte y tiestos en las ventanas o girasoles en Castilla, como símbolos de la idílica campiña. De manera que, con razón o sin ella, el simple vocablo «Europa», que hacía solamente unas décadas sonaba a algo serio, se ha devaluado bastante, y ahora suena veces a puro entarimado hueco, por lo menos a los no implicados en su mecanismo.
Pero todo esto no quiere decir sino simple reconocimiento de lo que no ha ido bien, en vez de fomentar la conciencia de optimismo o de la épica de la gran Europa, que va a poner en su sitio a los Estados Unidos, que sin embargo son nuestros aliados aunque sólo sea por si alguna vez nos tienen que volver a sacar las castañas del fuego como ya han hecho por lo menos en dos ocasiones. Quizás por eso, como agradecimiento, hemos copiado aquí lo peor del modo de vida americano, y pensamos en inglés americano cuando hablamos nuestro propio idioma. Pero, quizás para conservar nuestra identidad de Europa progresista y de las luces halógenas, y quitarnos de encima esos millones de jóvenes que yacen en nuestra tierra europea, muertos por la libertad, por los eternos milenios del proletariado o del edén del Reich: jóvenes y frescas vidas de toda Europa y de la América del Norte, cuando, como decía Curzio Malaparte, «nadie en Europa tenía derecho a reírse de las cosas ridículas. Ni de la redención de Claudel o de Mauriac, ni de la liberté de Jean-Paul Sartre, ni de la de Aragón o Eluard; ni siquiera estaba permitido reírse de ''les yeux d´Elsa''».
Ni ahora nos está permitido reírnos de cosas parecidas.
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