Enrique López

Los falsos profetas

La Razón
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Enarbolando una pretendida representación de los pobres, y en nombre de una lucha para conseguir la justicia social, se ha implantado en América Latina un populismo autoritario que en estos momentos languidece, siendo su máximo exponente el régimen de Chávez, esperpentizado por su sucesor. La pobreza, si bien ha disminuido, es un drama que padece la humanidad desde que es tal. Pobreza y desigualdad es un binomio que acompaña a muchos países en el mundo, y como bien apuntaba el Papa santo Juan Pablo II, la tarea de los políticos cristianos es desarrollar una acción con una clara opción preferencial por los pobres. Pero lo que ha quedado demostrado es que donde se ha dado el populismo constituye una deformación de la política que conduce a mayor pobreza, provocando graves quebrantos en el mantenimiento de las sociedades productivas, destruyendo el orden y la justicia, y sobre todo la iniciativa privada, motor de las modernas sociedades desarrolladas, desincentivado la vocación por el trabajo. Allá donde han gobernado y gobiernan tienen un rasgo patológico, su clara alineación con el autoritarismo del que de inicio se declaran contrarios, precisamente porque cuestionan el principio de la autoridad basado en el cumplimento de la ley, para acabar abrazando ese autoritarismo tirano y ilegal. Su pretensión es alcanzar el poder por el poder mismo, con una vocación de instalarse largo tiempo en su ejercicio, generando comportamientos abusivos contrarios a la democracia, como así se hace patente en Venezuela, arruinado a toda una sociedad a la que pretendía salvar de la pobreza. Se nutren de las canteras marxistas y de la frivolidad de funcionarios que se creen a salvo de cualquier crisis y bajo la máxima de la redistribución de la riqueza acaban creando una suerte de igualitarismo empobreciendo a toda la población, eso sí, dejando a salvo a la nomenclatura de su cuadros y amigos, que, como en el viejo comunismo, siempre están por encima de cualquier avatar. Sólo se consigue paliar la pobreza y remover las desigualdades en una sociedad democrática donde se haga cumplir la Ley. La solidaridad no puede depender de maratones televisivos donde se exhiben con notable desvergüenza a niños desvalidos, sino de un sistema fiscal justo que obligue a contribuir al sostenimiento de la inversión pública y al gasto social de una forma realista, equilibrada, que no desincentive el esfuerzo laboral y productivo, y que en definitiva sea eficaz y sobre todo eficiente. Para ello además hay que combatir la corrupción como se ha hecho y se hace en España, colocándonos la cabeza de los países cada vez más transparentes y con mayor responsabilidad pública. No podemos seguir lamiéndonos las heridas del pasado, tan solo curarlas y cicatrizarlas con el imperio de la Ley, porque de lo contrario el populismo asolará nuestro país. Ésta es la obligación de una generación que ha vivido muy bien y que no debe contribuir a regresar a Europa hacia una nueva alta edad media económica, algo que ocurrirá si el populismo y los exacerbados nacionalismos se hacen con el poder. Para ello conviene combatir a estos falsos profetas.