José Jiménez Lozano
Los «paparazzi»
En un reportaje inglés sobre los «paparazzi», uno de ellos se extraña de que a las gentes puedan interesarles tanto la vida de los famosos o de las Casas Reales, y se muestra bien consciente de cómo ellos, los «paparazzi», se ganan su subsistencia con un trabajo que todos los días se mueve desde la nadería al acoso y a la asistencia involuntaria en la liquidación u ocaso de una persona. Y explica también que, por el trato profesional, se llega a apreciar alguien que se ha convertido en adicto a la publicidad, o en carne suya, y se siente su desplome y su desespero cuando llegan.
Porque este desplome y desespero son inevitables. Es realmente «la caída de los dioses», el momento en que se comprueba que se fue un dios de las masas anteayer, pero ya no se es, y todo ocurre como si no se existiera, lo que sin duda es una penosa experiencia. «Ya nadie me llama, y como si no viviese», decía amargamente alguien de muy alto rango político de hace unos años, y confesaba que luego buscaba en la calle a quien suponía que podía reconocerle, o saludaba él a las gentes, preguntándoles: «¿Es que no me conoce?» Y la contestación habitual era que le reconocía, como «una cara de la tele» o «de los que mandaban antes». Resultaba todo un trago.
Las gentes que necesitan a los «paparazzi», de cuya lectura y fotografía se nutren para vivir las vidas que los «paparazzi» cuentan, lo hacen para apartarse de su propia vida que les parece pobre y aburrida, pero también es cierto que en nuestro mundo hay inmensas soledades, y miles de gentes pueden encontrarse hablando un lenguaje que no es el suyo, incluso olvidando o rechazando el propio, por la sencilla razón de que el lenguaje se impone por su generalización o por ser un signo de distinción y modernidad, como ocurre sin ir más allá con el lenguaje políticamente correcto y con las expresiones de los estereotipos del tiempo, fabricados por los círculos del poder cultural. Y entonces es que se ha arrancado a las gentes su propia vida y su alma, como se ha hecho con gran parte del arte y de la literatura, presionando sobre el escritor y el artista para que su propio hacer quede mediado por los tópicos del tiempo, ya denunciados por Sir Francis Bacon en el siglo XIV, que luego se llamaron «mentalidades», y el señor Miguel de Cervantes las llamaba «corrientes del uso», por las que nos dijo que nunca se dejó llevar.
Pero, de ordinario, no solamente nos dejamos llevar por ellas, sino que necesitamos auparnos a la cresta de su oleaje, y a esta ola nos aúpan los «paparazzi» para identificar nuestro vivir con el de los grandes y poderosos de este mundo, o con cualquiera otra carne de cañón que nos conduzca a la gloria o a la guillotina del papel cuché.
Pascal decía en su pequeño y maravilloso opúsculo, «Reflexión sobre la condición de los grandes», que esa condición de grandeza es una autoridad no de naturaleza sino de establecimiento o decisión acordada, pero debe ser respetada y, si nos encontramos con el señor duque que lleva seis caballos en su carroza, debemos reconocer su excelencia de establecimiento saludándole aunque en nuestro interior añadamos, a la vez, la estima o desestima interior de su persona.
Y si nos convirtiéramos en lo que vivimos vicariamente gracias a los «paparazzi», entonces nuestra gloria y estatus sería sostenida igualmente por otros «paparazzi» que fabricarían de nosotros vidas envidiables que suscitasen la curiosidad de otros. De manera que éste de los «paparazzi» es uno de los oficios pascalianos más necesarios a la cosa pública. Los grandes de este mundo los necesitan tanto como los que no lo somos, simple y sencillamente porque nos ayudamos a divertirnos los unos a los otros. O sea, a apartarnos de aquello en lo que no se quiere ni pensar, porque nos haría muy desgraciados.
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