Agustín de Grado

Los que no dejan decidir

Mira por dónde, en el vertedero de mentiras sobre el que el nacionalismo catalán ha levantado su «derecho a decidir» es posible encontrar una verdad indiscutible: «Mejora la condición de vida de las personas». Estoy de acuerdo. Poder decidir distingue a los hombres libres. Milton Friedman consagró su obra a demostrar que lo somos en la medida en que podemos decidir qué hacemos con nuestra vida sin imposiciones ni coacciones externas. No es ésa la aspiración nacionalista. A la vez que proclama tan seductor derecho colectivo lo tritura cuando personas con nombre y apellidos intentan ejercerlo en su vida cotidiana. Solicitando enseñanza en español para sus hijos en colegios públicos que se la niegan, por ejemplo. O vendiendo manzanas en vez de pomas, creyendo el osado comerciante que así tendrá mayor clientela. El nacionalismo socava su legitimidad democrática cuando impone su rodillo uniformador. Entonces se transforma en agresión liberticida. Fascismo puro. Sin espacio para la disidencia no hay elección posible. La capacidad de decidir queda reducida a optar entre la sumisión o una resistencia que condena a la exclusión.

Este carácter excluyente del nacionalismo es el que convierte su «derecho a decidir» en una estafa. Enarbolado como quintaesencia de la democracia si le permite alcanzar un único objetivo: la secesión; negado a los demás si lo pone en peligro. Cuando Mas dice que los catalanes tienen derecho a decidir el futuro de su nación imaginada, nos está impidiendo al resto de los españoles decidir el de la nuestra, de la que Cataluña es parte esencial. ¿Consentiría al menos el «derecho a decidir» de los araneses, que reivindican aquella bellísima comarca como nación distinta a la catalana? ¿Tampoco? Menuda farsa.