Sociedad
Los sin nombre
Nueva York reparte sus muertos en unos cementerios con estatuas de ángeles. Sus necrópolis son junglas cortadas a cepillo, colmadas de robles, magnolios y arces. En Green-wood Heights, frente a mi casa, atracan en primavera los gansos boreales para dormir junto a las tumbas de Leonard Bernstein, Samuel Morse, Tiffany, el congresista demócrata William M. Tweed, santo patrón del unte en el XIX, y otras 560.000 personas. Pero no quiero hablarles hoy de los camposantos lujuriosos, con grandes avenidas y estanques, ahítos de verde y sepulcros monumentales, sino del millón de muertos apilado en la isla Hart, a los que el «New York Times» del domingo dedicó un reportaje soberbio. Hart es un pedazo de tierra calva al norte de Bronx que ha cobijado un presidio, un manicomio, un sanatorio de tuberculosos, un reformatorio, una base militar y, desde 1869, un cementerio. Allí duermen los que expiran sin nombre. Ahí muere de forma irrevocable un batallón de exiliados, enterrado por los presos de la cárcel Ricker, a los que la ciudad emplea como sepultureros a 50 centavos de dólar la hora. La estampa de unos difuntos anónimos y unos reos con cepos en el tobillo parece sacada de un blues de Blind Willie McTell. Hart es el gran parking subterráneo de la muerte. Un tétrico supermercado para quien sea incapaz de costearse un funeral y una lápida. En el artículo del «Times» indagaban en la semblanza de algunos de sus habitantes. Leola Dickerson, la niñera afroamericana de 88 años a la que nadie reclamó, perdida en los corredores de la asistencia social y depredada por un sistema voraz. El tipógrafo Milton Weinstein. Antes de escurrirse en las fosas comunes ambos cadáveres fueron usados por los estudiantes de un centro médico. Aparcadas junto al Atlántico, entre Nueva York y Long Island, encontrarán víctimas del SIDA, mendigos, yonquis y alcohólicos, ludópatas que perdieron hasta el chasis y cientos de miles de niños menores de cinco años, hijos del gueto y los complejos de protección oficial, sepultados de cien en cien; también miles de ancianos, transferidos del hospicio a las fosas anónimas. Algunas veces los familiares desconocen el destino final de sus parientes. La reportera del «Times», Nina Bernestein, recuerda el caso de Ciro Ferrer, inmigrante cubano que trajinó 25 años en un mercado de Queens y enviaba dinero para su esposa y sus tres hijos, en Cuba. Le diagnosticaron una demencia en 2007 y el abogado al cargo pasó de buscar a sus allegados mientras cobraba 400 de los 699 dólares mensuales que Ferrer recibía de la Seguridad Social. Con los otros 199 pagaba la residencia de ancianos. Falleció en 2012. Sólo ahora, gracias a la llamada del «Times», los hijos han descubierto qué fue del padre, evaporado cuando enfermó. Yace en Hart, lote 357, junto a 150 personas. Una historia mínima que penetra en el otro lado del sueño. La de los parias que tiritan sin la cortesía de una maldita losa sobre la calavera. Algunos escuchan desde la tierra, por ver si les identifican. La muerte siempre gana, pero recuperar el nombre es retar al olvido.
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