Gaspar Rosety

María

Quizá sea atrevido por mi parte escribir sobre ella, especialmente tras leer el sábado el artículo de Irene Villa, compañera en LA RAZÓN, siempre querida y admirada. Más aún si les digo que no tuve el honor de conocer a esta mujer aleccionadora. Recuerdo, en los tiempos de Radio Intercontinental, que mi compañero Alipio Núñez, excelente periodista y persona, hablaba cada día de un piloto español, Emilio de Villota. Alipio destacaba todos los días el enorme mérito que tenía un español capaz de pelear con los grandes del automovilismo mundial. Me enseñó a apreciarlo.

La primera vez que escuché el nombre de María pensé que de casta le venía al galgo. Nunca seguí mucho su carrera hasta que el terrible accidente del año pasado me llevó a descubrir una persona capaz de superar lo insuperable. Su noticia del viernes me llenó de tristeza, como al mundo entero. Esa tarde, con los alumnos de la Universidad Europea de Madrid, guardamos unos instantes de silencio y escuchamos «El cant dels ocells» en su recuerdo. Debatimos sobre ella y un puñado de jóvenes veinteañeros, estudiantes repletos de calidad e internacionalidad, verdaderos profesionales en lo cotidiano, la definieron como un ejemplo de vida por su lucha y superación. No era la deportista de élite quien había dicho adiós, sino la persona, mucho más importante; un ser humano excepcional en su reacción ante la adversidad. Mis alumnos tienen razón y lamento con tristeza no haberla conocido.

Me gustaría escribir tan bien como Irene Villa, pero estas mujeres son inalcanzables. Son, en efecto, un ejemplo de vida y el modelo que nuestra juventud necesita. El testimonio que cala hasta los huesos.