Murcia

Matar al soldado Wert

En el mundo de la cultura se dan consignas de tanto en tanto que sus ilustres representantes siguen sin rechistar –como aceptó su arresto la presunta parricida de Santiago– y si es posible se eleva la apuesta en el insulto memorable. En estos tiempos se tiene a los políticos en el centro de la diana de nuestra ira, pero apenas se menciona a los intelectuales, si es que todavía quedan. Si la materia es correosa, prefieren los márgenes donde nadie pregunta y se pasa desapercibido, como un señor de Murcia en la Puerta del Sol. Pasó en los años de plomo de ETA, sucede ahora cuando se habla de la unidad de España, asuntos en los que es mejor ponerse de perfil, tal que un dibujo animado, y obviar manifiestos. Antes que español, el clásico intelectual que nos da lecciones de moral aprendida en el retrete sigue el guión de las izquierdas porque fuera de ese bosque habita el olvido y los apestados que llevan cencerro para que no se les contrate. Siguen su código Hays. Ya no son Alberti y aquellos que adoraban al Cid como ejemplo español de libertad. El ministro de Educación y Cultura es el muñeco al que lanzan los huevos. Diríase que algo huele a podrido. En el Festival de Cine de San Sebastián sufrió el desplante de Juan Antonio Bayona, premio Nacional de Cine por rodar «Lo imposible», una superproducción taquillera que, vamos a ver, tampoco es «Viridiana», y luego llegaron los demás, hasta Bertrand Tavernier, una vieja gloria de «prestigio», que quiso sumarse al aquelarre en el que los brujos compiten entre sí por ver quién desflora a la doncella. Wert es la bestia negra a la que los lobos no terminan de dar caza. Razones hay para criticar al ministro, he ahí el IVA cultural, pero que hasta el último perroflauta transmutado en actor, y por tanto aupado al complejo de superioridad, tenga una carta para él y no para Mas, responsable de los mayores recortes de la España autonómica, dice mucho de los remitentes, o no dice nada, que tal vez es explicación peor, porque no son nada y se representan a sí mismos en el gran teatro del absurdo y porque no hay más daño que el que puede hacer un cobarde.