Historia
Mejillones con chocolate
Transterré a mi médica desde su país a España, sentándola en una terraza de verano para que probara una comanda de boquerones en vinagre y horchata. Ante la estupefacción de los circundantes, comenzó a tomar delicadamente los boquerores por el rabito y engullirlos tras haberlos reemojado demoradamente en la leche de trufas. Comenzó mi tarea de Pigmalión. A Puigdemont, el catalán errante, debe haberle afectado la misma confusión gastronómica en Bruselas, y está ingiriendo mejillones chocolate, una exquisitez que puede provocar alucinaciones mentales en un paladar celtíbero. Las mentiras pueden ser piadosas, sociales, amables, de agradecer, pero el perillán peinado de quinto Beatles, disociando la realidad de su fantasía, equiparando la Monarquía española con un estado fascista, sólo puede ser diagnosticado como síndrome de Münchhausen, aquel personaje que afirmaba haberse extraído de un profundo pozo tirando hacia arriba de sus cabellos. La imagen cortoplacista que teníamos del catalanismo durante la Transición la centrábamos en Tarradellas. Adolfo Suárez era tan inteligente como inculto y llegó a decir que el catalán era un dialecto del castellano, desatando furias; aun así, en aquellos tiempos en los que los años contaban por días, precisaba un enganche rápido y hasta dudosamente legal con el nacionalismo catalán y llamó a Moncloa a Tarradellas, por décadas exiliado en pobreza en un pueblito francés, y autorepresentante de la Generalitat. No hablaban el mismo lenguaje, ni político ni generacional, y el encuentro fue un desastre en el que se alzó la voz. A su salida Tarradellas informó a los periodistas que la reunión había sido un éxito, colmando al presidente de lindezas. Suárez, que le escuchaba por un monitor, ordenó a Pepe Coderch, uno de sus «fontaneros», que corriera a concertar con él una segunda entrevista, mejor cocinada. Tarradellas podía poseer amargura y rencor, pero rebosaba «seny», hoy aparentemente anestesiado, y era un viejo zorro que jamás denigró a España. Sumaba a sus méritos, una inabarcable desconfianza hacia Jordi Pujol, premonitoria de la hispanofobia que vino después. Felipe González, presidente electo, me comentó amargado: «Ahora resulta que tengo que meter en la cárcel a Pujol y no conviene». Si Banca Catalana se hubiera judicializado de verdad, entonces hoy no estaríamos degustando mejillones con chocolate.
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