Alfonso Merlos
Moción de censura
Proclamaban que lo arreglarían todo y de golpe. Ná de ná. Lo que han certificado las urnas el 26-J es el pinchazo clamoroso de las expectativas que habían creado Carmena, Colau y todos aquellos autodenominados alcaldes del cambio, enfermos de adanismo, que han sido castigados sin paliativos por los ciudadanos. En apenas un año de gestión, que se dice pronto.
Es verdad que la conquista de poder morado en las últimas municipales y autonómicas fue un disfraz con el que Pedro Sánchez procuró tapar sus vergüenzas y disimular una victoria clara del Partido Popular. El viejo truco de ganar tiempo. Pero los resultados, especialmente en Madrid y Barcelona, son los que son: freno a la inversión internacional, molestias producidas a los bares y restaurantes, zancadillas a los hoteles, puntapiés a los turistas... o sea, el desconocimiento rampante y patético de los engranajes de nuestra economía y del propio carácter y modo de vida de los españoles.
Por eso no sorprende que, con principal fuerza en la capital, si se celebrasen elecciones Esperanza Aguirre barrería a los podemitas y a los restos del PSOE, y al tiempo laminaría las aspiraciones de los delegados de Rivera en el Palacio de la Cibeles. Es, en toda regla, una moción de censura: no sólo a los antisistema más o menos coletudos sino a todos sus colaboradores, cómplices y encubridores que han allanado o apuntalado su camino.
Es un hecho científicamente probado que la demagogia tiene las patas muy cortas. Es cierto que los neocomunistas de todo pelaje (pensemos en el advenedizo «Kichi») han corrido demasiados kilómetros en poco tiempo. Pero también lo es que «la gente», como le gusta subrayar a estos demagogos, les ha tomado la matrícula y ha puesto pie en pared.
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