Alfonso Ussía
Mugre y gorriones
He tratado poco a Cristina Cifuentes, pero me parece una mujer fuerte, inteligente, simpática, valiente y libre. Ahora, por la mugre que ha demostrado su odio hacia ella se me antoja más fuerte, más inteligente, más simpática, más valiente y más libre. Después de sufrir un grave accidente en Madrid, ajena a todo, mientras yacía en una Unidad de Vigilancia Intensiva, la mugre del rencor se regodeaba en su tragedia y lamentaba su supervivencia. Siempre lo he dicho y escrito. Por fortuna, España no está ni estará en situación parecida a los tiempos que precedieron a la Guerra Civil, pero hay una izquierda disparatada que no ha evolucionado en su resentimiento y, lo que es peor, en su pésima educación. No me refiero a esa izquierda convencida y leal con sus postulados, por mucho que no coincida con ellos. Se trata de una izquierda vaga para el trabajo y activa para el insulto que se manifiesta y se desnuda constantemente en las redes sociales. Una izquierda anónima en su mayoría, que amenaza y celebra las desgracias ajenas ocultando sus identidades. Por ello, una izquierda cobarde a la que no hay que ofrecerle jamás la espalda y la nuca por si suena la flauta o por si las moscas.
Una izquierda también de señoritos desplazados por ellos mismos. Hay gente que se pasa la vida intentando encontrar su sitio, y su sitio nunca aparece. Son los «progresistas» de cartón piedra, monigotes de lo fácil, parásitos que principian en plena juventud su camino menguante. Aprovechar el dolor de un accidente de tráfico para machacar a una mujer herida no es sólo consecuencia de una perversidad innata, sino de una concentración de mala leche y fétido gusto que no encaja ni en la peor de las situaciones. Un grave accidente de tráfico es siempre un drama, con la culpa o sin ella, con el fallo humano de un lado o del otro, pero nunca un hecho que pueda celebrarse públicamente y con el hedor propio de los habitantes de un corral. Es posible que a Cristina Cifuentes no le perdonen que haya terminado con las sórdidas acampadas en la Puerta del Sol de Madrid, tan impulsadas y permitidas por anteriores autoridades en tiempos de Gobierno socialista. Es posible que por el solo hecho de pertenecer al Partido Popular sea para algunos muy divertido su sufrimiento físico. Siento un gran afecto hacia ella y me gusta reconocerlo. Además, compartimos gorriones.
Vivo en Madrid muy cerca de la sede de la Delegación del Gobierno. Cuando escribo, los gorriones se posan en la barandilla de una pequeña terraza que da a mi despacho. Si las ideas me fallan y salgo a la terraza para intentar la visita de alguna, los gorriones de mi terraza vuelan hasta la cerca del edificio de la Delegación, y se posan en la verja esquinera que protege el despacho de los delegados del Gobierno. Son gorriones muy enterados y visitadores, y a Cristina Cifuentes y a mí nos llegan y se nos van con la misma cadencia y naturalidad. El gorrión no es sólo un ave de ciudad, sino de barrio, y si me apuran, de calle. Se conocen el callejero por los árboles y cuando establecen su territorio son fieles a sus plátanos y sus acacias. No es sencillo compartir gorriones, y ese detalle me une aún más a Cristina Cifuentes. Estarán despistados, porque mi despacho está vacío por estas fechas y Cristina Cifuentes, en la UVI restableciéndose de sus heridas, pero en pocos días, por desgracia para mí, dejaré los robles, hayas y castaños y retomaré los plátanos y las acacias. Con un rostro conocido, los gorriones se sienten más seguros.
Vuelvo al mal gusto. Un personaje de cristal, que decía muchas tonterías en un programa de Canal Plus en el que podía decir tonterías por ser hijo de Javier Pradera forma parte de esa mugre acomodada. Ignoro por dónde anda, en dónde habla y en dónde actúa. Su mensaje en las redes sociales ayuda a comprender su tragedia. No la de Cristina Cifuentes, sino la suya: «Las lesiones de Cifuentes, menores de lo que se preveían. ¿Alguien sabe si el BMW lo conducía Miguel Ángel Rodríguez?».
A eso se le llama elegancia y buen gusto. Y fue a un colegio de pago, que la familia era muy adicta y respetada en el franquismo. Tampoco hay que concederle excesiva importancia a su última payasada. Me quedo con los gorriones compartidos.
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