Luis Alejandre

Nacionalismo y territorios

Mis queridas Islas Baleares andan inmersas estas últimas semanas en protestas de una parte importante de su sociedad, que tienen como tema central la defensa de la lengua catalana como vehicular en la enseñanza, pero que contiene un trasfondo de mucho más alcance. En pocas palabras se trata de dilucidar entre dos modelos de sociedad. Por una parte, la que se siente tan española como balear, abierta a horizontes como el de incluir el inglés en la enseñanza, orgullosa de tener dos lenguas como riqueza cultural y de convivir en el respeto a ambas. Por otra, la que con la excusa de preservar una lengua, la impone en la enseñanza y en la vida política y cultural, formando parte de un concepto más amplio de nacionalismo, el de los «països catalans».

Por supuesto a los manifestantes de estos días se han unido todas las oposiciones, se han utilizado a los niños como rehenes, se ha mezclado el tema de la enseñanza en tres idiomas con el de la defensa de la escuela pública, con las iniciativas del ministro Wert o con los recortes en educación. Un «tótum revolutum» que tiene en mi opinión dos consecuencias: una fisura importante en la sociedad balear y el que a primeros de octubre muchos alumnos no hayan comenzado aún sus clases. A ninguno de los responsables de este levantamiento se le ha ocurrido hacer una huelga a la japonesa, pensando precisamente en el bien de sus alumnos.

Aquí podríamos entrar en la parte de razón de muchos manifestantes. No se puede estar cambiando de modelo educativo cada vez que hay un giro político, aun legitimada una opción por una mayoría absoluta. Aquí los dos grandes partidos –PP y PSOE– tendrían que haber pactado una gran coalición al estilo alemán a fin de afrontar los grandes retos de nuestra sociedad. Si Pisa y Shanghai nos dicen que estamos bajo mínimos en nuestro sistema educativo, unamos esfuerzos, busquemos buenos técnicos y legislemos a veinte años vista, no pensando en las próximas elecciones en la que cada opción ya se compromete a destruir la obra ejecutada por la anterior.

Pero como no teníamos suficientes problemas en Baleares, el Parlament de Catalunya ha tomado cartas en el asunto, pronunciándose como celoso guardián de nuestras esencias. También en este caso, trasfondo de mayor alcance. Los que han manoseado la historia para intentar convencernos de que 1714 representa el comienzo de tres siglos de opresión, los que nos repiten cada día que una panda de holgazanes les robamos el pan de sus hijos, no conformes con los límites físicos de la tierra que pretenden redimir, incorporan a su imaginario delirio más territorio: Baleares, Reino de Valencia, Cataluña Norte francesa, el Algher sardo e incluso el Carxe murciano.

Siguen una trayectoria paralela a la del nacionalismo vasco que, corto de territorio, presenta el mito de una Euskalerría que engloba Navarra y el País Vasco francés. Anden con ojo cántabros y burgaleses porque algún valle que perteneció a determinado señorío guipuzcoano en el siglo XI, será reivindicado. Incluso intranquilos están en Cartagena de Indias, la bellísima ciudad colombiana que defendió a sangre y fuego D. Blas de Lezo –a quien hoy con enorme acierto rinde recuerdo y homenaje el Museo Naval– porque temen ser incluidos también en esta euskalerria, ahora que los nacionalistas vascos se han enterado que en «su» Lezo nació un irrepetible héroe español.

En resumen, los que denuncian que fueron absorbidos, no pretenden otra cosa que absorber, mezclando mitos con realidades, siempre amparados en el victimismo de las derrotas. Ya decía Marx que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen dos veces: una vez como tragedia y otra como farsa.

Ricardo García Cárcel, en su impresionante obra «La herencia del pasado», nos enseña: «Los nacionalismos parecen alimentar la memoria sentimental al basar muchas veces su discurso ideológico en el masoquismo de las derrotas: los castellanos por Villalar; los catalanes con su 11 de septiembre; los gallegos con su evocación nostálgica de la revuelta de los ''irmandinhos'' contra los Reyes Católicos; los aragoneses con Lanuza». Y añade: «Genera más simpatía el Felipe V derrotado en Barcelona en 1706 –plena Guerra de Sucesión– que el que sabe reponerse con ánimo a su derrota –de ahí le viene lo de ''animoso''– y se nos presenta como victorioso en 1714».

Y García de Cortázar nos dirá que «España se ha ido transformando en un país donde las gentes parecen tener el presente en el pasado» y que «la guerra de palabras entre nosotros es una guerra de nostalgias contra el silencio de las bibliotecas». O superamos nostalgias y desenmascaramos farsas, afrontando el presente pensando en el futuro, o seguiremos prisioneros de nuestras propias contradicciones.