Política

Podemos

No podemos ser Grecia

No podemos ser Grecia
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Más que un partido político al uso, Podemos es un movimiento político nacido de la indignación. Responde al desencanto popular con la clase política establecida y a profundos cambios sociales que han hecho que los sectores más activos de la población no se sientan suficientemente representados en el sistema actual y por los actuales dirigentes. «¡No nos representan!» fue el grito del 15-M en la Puerta del Sol, donde la nueva fuerza política, que encabeza Pablo Iglesias, tiene su partida de nacimiento. Las circunstancias favorables para su expansión inmediata, que a muchos ha sorprendido y que amenaza con poner patas arriba el actual tinglado político, han sido la crisis económica y los duros remedios para salir del atolladero, que han golpeado a amplios sectores de la clase media, mientras la gente joven, mano sobre mano, veía cómo se le cerraba el horizonte y no columbraba el porvenir. La indignación aumentaba con los casos de corrupción, en una interminable crónica de tribunales, y con el aumento de la brecha social entre la minoría adinerada, que mostraba ostentosamente su escandaloso tren de vida, como el uso de las «tarjetas black» de Caja Madrid, y las penurias de los más desfavorecidos.

No hacía falta ser muy perspicaz, al contemplar de cerca aquel estallido humano el 15-M en la Puerta del Sol, para darse cuenta de que allí arrancaba una forma distinta de hacer política en España, que además coincidía con un movimiento populista de fondo, con distintos rostros, que recorría Europa, propiciado por la crisis económica y por la parálisis institucional que se observaba en la construcción europea. La vieja Europa, invadida por emigrantes de otras culturas, aparece decaída, replegándose sobre sí misma y desmoralizada, en el doble sentido del término: desanimada y sin energía moral. En este ambiente propicio han ido surgiendo movimientos populistas, o sea, cargados de demagogia, alentando las pasiones populares de la indignación, más o menos radicales a un lado y otro del espectro político. Junto a la xenofobia y el antieuropeísmo, han resurgido partidos neonazis y neocomunistas, estos últimos básicamente en Grecia y en España. Son los herederos que se disponen a recoger los cascotes del derruido muro de Berlín. En el caso de Podemos, sus promotores volvieron, al principio, su mirada al modelo de la «revolución bolivariana», que tenía su epicentro en la Venezuela de Chaves y de Maduro y que ellos se habían dedicado a promover a cambio de una oscura y considerable retribución.

Ésta es la principal sombra que se cierne sobre la nueva formación política que, junto con Ciudadanos, se dispone a cambiar el mapa político en España. Ni el venezolano Maduro, que está llevando al país a la ruina, pisoteando las libertades y los derechos humanos, ni el griego Alexis Tsipras, que al final ha tenido que plegarse a las imposiciones de la señora Merkel para poder salvar los muebles y la cara, parecen buenos compañeros de viaje. Pablo Iglesias, un hombre inteligente, sabe que España no es Grecia, ni mucho menos Venezuela. También debe de ser consciente a estas horas del estrecho margen que deja Bruselas a cualquier gobernante europeo. El ascenso de los partidos antisistema, populistas, neocomunistas o euroescépticos, que efectivamente están en alza, no van a tener fácil, a medio plazo, dominar la política europea, pero es normal que los Gobiernos clásicos, el mundo del dinero y los altos funcionarios de Bruselas los contemplen con preocupación y no disimulada prevención.

En España, la prevención ante Podemos se nota especialmente en los partidos de izquierda. Su irrupción amenaza con llevarse por delante a IU y a la mayoría de sus cuadros, absorbidos por la nueva organización. También el PSOE, que vive una seria crisis de identidad y de liderazgo, observa con inquietud que el avasallador intruso se va instalando en su terreno. Al principio, la derecha vio casi con complacencia la presencia de la nueva fuerza política. Creyeron en el PP que debilitaría a su principal adversario en las urnas, que no era otro que el PSOE, y le dieron carrete, alimentando, como advirtió Alfonso Guerra, «el huevo de la serpiente». Con el tiempo se han dado cuenta de que, resituado tácticamente en una posición transversal –ni de izquierdas ni de derechas–, el nuevo partido-movimiento atraía también a antiguos votantes suyos, que ahora están indignados por los efectos de la crisis o por los incumplimientos de Rajoy y amenazaba con ocupar la parte más alta del tablero. Y, sobre todo, en Moncloa y en Génova se han percatado de que Podemos pone seriamente en riesgo la estabilidad del sistema nacido con la Constitución de 1978, «el régimen del 78», como lo llama Juan Carlos Monedero, cofundador del partido-movimiento y amo de los cuartos y de las ideas. Es normal que inquiete su propósito –casi lo único concreto y consistente de su variable programa– de ir a un periodo constituyente.

Algunos, por estas y otras razones, ven a Podemos como un movimiento totalitario, con tendencia a deslizarse hacia el autoritarismo y la intolerancia. Las actitudes de sus dirigentes hacia los periodistas y los medios críticos y su desprecio global a la actual clase política, calificada sistemáticamente de «casta», mientras ellos se erigen en puros e incontaminados salvadores de la patria, no ayuda a disipar las sospechas, aunque, de momento, parece una acusación exagerada.

Todo el mundo coincide en que el éxito fulgurante de Podemos se debe a que sus jóvenes estrategas, todos ellos activistas, politólogos y profesores de la Universidad, han captado con precisión las inquietudes y preferencias de la sociedad y las han convertido en un reclamo político. Para conseguir una muchedumbre de seguidores, encuadrados en círculos –valga la paradoja– y ponerlos al servicio de la nomenclatura, cuya composición ha sido prácticamente innegociable desde el principio, ha bastado con recoger al pie de la letra, con un lenguaje claro y nuevo, los principales puntos de indignación de la gente. Todo ello bien difundido a través de programas calientes en la televisión y, sobre todo, de las redes sociales. No hacía falta más. Las soluciones bien elaboradas y adaptadas a las circunstancias se fabricarían después una vez alcanzado el poder. Esto es lo único que importa de momento: llegar al poder lo más rápido posible antes de que cambien las circunstancias. Después, ya se verá. Estamos, en todo caso, ante un fenómeno interesante, no necesariamente negativo si se sabe conllevar.

De entrada ha promocionado, sobre todo entre las nuevas generaciones, el interés por la política, que parecía adormecido. Ha obligado a los partidos políticos instalados, sobre todo a socialistas y populares, a observarse en el espejo y contemplar en sus rostros envejecidos las arrugas producidas por la rutina, el abandono, el clientelismo y las corrupciones. Si quieren sobrevivir, a partir de ahora tendrán que cuidar su aspecto. Habrán comprendido que, incluso en la forma de comunicarse con sus partidarios y sus electores, ya nada será igual que antes. El impulso hacia una mayor participación de la gente y una forma distinta de hacer política parece imparable. Con la presencia en las instituciones democráticas de los promotores y/o depositarios del 15-M, ya nadie podrá decir: «No nos representan». La fuerte presencia de Podemos prevista en Cataluña, junto con la crecida de Ciudadanos, puede romper allí el esquema soberanista. Algo parecido puede decirse del País Vasco. Hay que reconocer además que entre los movimientos llamados populistas que han proliferado últimamente en Europa, éste, surgido en España, es posiblemente el menos peligroso y el más próximo a la socialdemocracia.

El desastre nauseabundo del régimen bolivariano y el sometimiento de los nuevos dirigentes griegos a los dictados de la troika, seguro que harán reflexionar a Pablo Iglesias y sus compañeros de aventura. Tendrán que echar las cuerdas a mojo. Antes de que las urnas revelen el verdadero alcance de Podemos, los últimos sondeos indican que su crecimiento se ha frenado en seco. Habrá que ver lo que pasa. Ciudadanos puede arrebatarle muchos vitis cabreados del centro y la derecha. Los escándalos, cada día más enrevesados, del «caso Monedero» y el oscuro asunto en Rivas Vaciamadrid de Tania Sánchez, compañera de Iglesias y protagonista de un flagrante hecho de deslealtad política con IU, unidos a los «asuntos universitarios», aún sin resolver, de Errejón y del propio Pablo Iglesias demuestran que estos politólogos de la Complutense –¿de la Universidad puede salir algo bueno?– no están tan lejos de los comportamientos de la «casta» que tanto critican. Esa percepción, aireada interesadamente por aquellos a los que ellos tanto denigran, es lo peor que les puede pasar y lo que más puede limitar su proyección inmediata.

Lo que importa de Monedero no es tanto su comportamiento con Hacienda como su comportamiento ético: que tenga tanto dinero en el banco, sin explicar de dónde ni para qué, en tiempo de austeridad y en parte sacado a los pobres países del ALBA (Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua) por unos informes desconocidos, hechos al margen de su dedicación universitaria. La corrupción sólo se combate con honradez manifiesta. La indefinición política de la organización tampoco ayuda a la hora de votar. No basta con no tener pasado para triunfar en tiempos de cambio. Hace falta algo más.