José Luis Alvite

Noches con tren

Noches con tren
Noches con trenlarazon

En una ocasión me quedé sin trabajo en el periódico y no dije nada en casa. Durante dos años fingí unas ocupaciones que ya no tenía. He tenido siempre cierta facilidad para ser contenido e inexpresivo, de modo que mi rostro podría reflejar con el mismo gesto un premio de la lotería, un gatillazo o un cáncer de colon. He sido siempre tan contrario al elogio, como reacio a la compasión. Nunca entendí muy bien que aquel periódico tomase semejante decisión, ni creo que en realidad me haya importado mucho. A veces al anochecer caminaba sin prisa hasta la estación del ferrocarril y me sentaba en el andén a ver salir los trenes. Aquella penumbra y los gálibos rojos en los topes de los vagones me producían una agradable congoja, una tristeza que me gustaba pensar que sería insuperable, un dolor existencial que yo convertía en frases que anotaba de madrugada en los posavasos de papel de los bares que frecuentaba. Ni estaba orgulloso de mi situación, ni era algo que me desesperase. Dormía poco y estaba rendido. Siempre supe que el cansancio produce una especie de agradable resignación, una derrota placentera, como cuando al final de una pelea descubre uno que hay un momento en el que incluso resulta analgésico el dolor. Un día alguien me ofreció trabajo y acepté casi a regañadientes, temeroso de que la relativa prosperidad acabase con mi independencia y modificase mis vicios. Fue entonces cuando Carlos Herrera se fijó en mí y me llamó a su lado. No le importó que fuese errático e imprevisible, ni que pudiese despertar cualquier día en el cadáver apócrifo de otro hombre. Aunque ahora parezco más cumplidor, en el fondo sigo siendo el de antes, el de siempre, el periodista iconoclasta y descreído que a veces se queda mirando a una mujer porque le parece haber visto el rictus de su ligadura de trompas en la sonrisa pagana de Dios.