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O en la vida o en la muerte

«El Gobierno ha cerrado las tiendas de perfume», escribió Federico García Lorca en la «Oda a Dalí». Pero Lorca era un poeta que no aspiraba a la verdad –y la que pudo transmitirnos era imposible contarla porque no se puede estar en la vida y en la muerte a la vez, que es lo que nos gusta ahora–, sino a la belleza. La imagen de guardias civiles entrando a caballo en las perfumerías tiene fuerza y olores contrapuestos, pero es falsa. Terriblemente falsa. El Gobierno, claro está, no se dedica a clausurar perfumerías, pero sí puede ser responsable de que el olor de los vertederos llegue a la ciudad. Es aterrador que los sucesos estén fuera de control –pero por eso suceden aleatoriamente–, que nadie decida cuando un hombre mata a una mujer o cuando un tren descarrila en el lugar donde más tarde se pone el sol, precisamente allí. Llevamos días dando vueltas en el cielo buscando algún dato que nos revele la maldad humana por encima de la técnica, que es lo único realmente verificable y, a la postre, juzgable, que nos explique por qué un experto maquinista decide flirtear con la muerte, pero no nos atrevemos a coger ese trozo de carne y llevárnoslo a la boca.

La imagen del maquinista enloquecido por su poder en una cabina inmaculada (adiós al hollín y al viento), que no va a parar el tren y se vanagloria de la velocidad alcanzada, de que cientos de vidas dependan de él, funciona. Pero funciona ese basurero de lucecitas y estupideces que forman las redes sociales. Ese instante al que todo se ha reducido: contar la muerte en tiempo real. Él lo ha conseguido. Después de todo, andamos tropezándonos en las calles con otros mirando la computadora personal como niños incapaces de entender lo que pasa a nuestro alrededor sino viene hecho papilla. Ahora toca vomitar.