Cristina López Schlichting

Osoro en el Ritz

La Razón
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Cuando crees que has aprendido algo y empiezas a creerte sabio, llega Jesús y te explica que no sabes nada y que sólo si te haces niño entrarás en el reino de los cielos. Estaba el viernes en el Nueva Economía Forum del Ritz. El invitado era el cardenal arzobispo de Madrid, al que se acribilló a preguntas: ley LGTBI, pederastia en la Iglesia, rivalidad con Rouco y suma y sigue. Y ocurrió en el madrileño hotel de lujo algo excepcional.

Donde todos esperaban polémica se toparon con un hombre que dijo la verdad de forma conmovedora. Escuchando el silencio sepulcral que atronó entre empresarios, políticos y canónigos, me trasladé mentalmente al monte de las bienaventuranzas. ¿Cómo explicarles? Fue deshojar, uno a uno, los envites de los malintencionados hasta dejarlos desnudos frente a una evidencia. Como aquello del Señor ante la adúltera: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Le preguntaron por la inmigración y Carlos Osoro contestó: «Europa se muere. Ha echado a Dios y negado el padrenuestro que nos hace iguales». Le acusaron de apoyar al padre Ángel, que había organizado un controvertido homenaje póstumo a Pedro Zerolo, y respondió: «Este hombre ha pedido perdón. ¿Quieren que le recuerde de nuevo su error? Es mi amigo y aprendo humildad de él. Hace cosas que ninguno de los que estamos aquí seríamos capaces de llevar a cabo». A la provocación que buscaba enfrentarlo con Antonio María Rouco salió subrayando que su predecesor había hecho maravillas y que le había dejado «una diócesis viva». Cada hombre, añadió, tiene su tiempo y su circunstancia; «ojalá llegue yo a estar a su altura». Hizo una concreta exposición de las obras de misericordia en Madrid, desde los jesuitas a las religiosas que trabajan con prostitutas en la Cañada Real. Cosas rotundas, redondas como puños, inexpugnables.

Era fácil retrotraerse a los episodios de la vida del Nazareno: los diálogos con los hipócritas, la falsa ira de los que acusaban y se creían perfectos, la envidia, el amor del Señor hacia los pobres, el abrazo a todos. Al final, como en el Nuevo Testamento, la Eucaristía. Cuando le preguntaron si los curas debían ser sustituidos por laicos, el cardenal Osoro se volvió sencillamente al estupefacto empresario anfitrión a su derecha y le dijo: «Si usted coge pan y pronuncia: Tomad y comed todos de él... no ocurre nada. Si yo lo hago –yo que soy pecador y no merezco este don– si yo consagro, el pan se convierte verdaderamente en cuerpo y sangre de Cristo. He recibido la gracia, que no merezco, de consagrar y perdonar. Un regalazo del Señor. Los sacerdotes son necesarios».

No hubo oratoria épica ni discursos sesudos en el Ritz. Sólo el testimonio de un cristiano ante el sanedrín del poder: «No entro en autobuses, me limito a decir: ¿Qué nos pasa para no saber lo que nos pasa?». Un amor incondicional en mitad de los reflejos de las arañas de cristal.