Joaquín Marco

Paradojas económicas

Economía y política resultan muy a menudo complementarias, hermanas siamesas. Coinciden en este momento varias situaciones que vienen a confirmarlo. En España, se han aprobado unos presupuestos para el año próximo que se han calificado como los de la recuperación y que deberán ser revisados por Bruselas antes de entrar en vigor. Como sucede con excesiva frecuencia han sido aprobados por la mayoría absoluta del Gobierno y el voto en contra de la oposición. No se ha producido ningún tipo de acercamiento desde ambas partes. Éstos van a ser los números, si se cumplen y las economías europeas más fuertes de la zona euro, como Francia y Alemania, tiran del resto. Es posible incluso que los resultados puedan mejorarse. Al mismo tiempo, Alemania, tras el triunfo imperfecto de la derecha, está a la búsqueda de una alianza deseable con los socialdemócratas, que han iniciado ya sus primeros contactos, sin prisa alguna, porque se desea que el acuerdo sea meditado y sin fisuras. Al acecho se encuentran Los Verdes, que podrían sustituir a los socialdemócratas si éstos no llegan finalmente a un acuerdo de gobierno con la Sra. Merkel. Tenemos en el horizonte ciertos cambios económicos vinculados al socio de coalición elegido. Contrariamente, los países emergentes de Hispanoamérica andan a mal traer y algunos pueden abandonar el círculo privilegiado que los ha aupado en los últimos años. Ni siquiera Brasil, a las puertas de su Mundial de Fútbol, es ya lo que venía siendo. Pero nada es comparable a la paradójica situación de EE UU, la economía todavía más potente del mundo. Cuando el presidente Obama y el vicepresidente Joe Biden salen de la Casa Blanca en mangas de camisa para acudir a un establecimiento próximo y comprar un par de bocadillos es que la imagen presidencial requiere una buena dosis de populismo. No por casualidad estaban allí las cámaras que permitían hacernos llegar la cercanía presidencial al nivel del hombre de la calle.

Resulta que esta economía, que rige los destinos de las del mundo occidental y las del resto, se halla en un estado de cierre parcial del Gobierno que le cuesta al contribuyente entre 300 y 400 millones de dólares diarios. 800.000 empleados públicos están a la espera de que esta situación interina se resuelva y 1.300.000 que sí trabajan no saben cuándo van a poder cobrar. Todo ello repercute indirectamente en la economía privada. En teoría, los primeros, puesto que se encuentran en sus casas, no deberían percibir los salarios de estos días de paro. Sin embargo, se ha aprobado ya una ley para que los reciban cuando se dé por resuelta la paradoja. Ha bajado, por todo ello, la cotización del dólar. Y el problema puede agravarse a partir del día 17 de octubre, cuando hay que aprobar la elevación del techo de deuda. Parece que ambos problemas van a confluir hasta el último momento. Por otra parte, no es la primera vez que se produce un cierre parcial del Gobierno. La última, en 1995-96, se dio durante el mandato de Bill Clinton cuando frente a él se levantaba la figura republicana de Newt Gingriht. Tuvieron que soportar estas delicadas situaciones presidentes en su mayoría demócratas. Pero la situación política a la que debe enfrentarse Obama en esta ocasión es más compleja, pese a la probable buena voluntad de Bohener, el líder republicano, incapaz de aglutinar el partido. El demócrata, en su conjunto, ha evolucionado más hacia el centro del espectro político y los republicanos tienen a su derecha al Tea Party, que, pese a su casi desaparición, desde la victoria de Obama ha resucitado con nuevas energías. El Congreso estadounidense, de mayoría republicana, está dividido en dos sectores, curiosamente equivalentes, el de los partidarios de llegar a una solución pactada y el de aquellos a los que no importaría un auténtico desastre, que no sólo afectaría a EE UU sino que supondría una convulsión en las economías mundiales.

Los conservadores están demandando que se aplace o se retire la ley sanitaria que fue la gran promesa de Obama y que ya ha entrado en vigor. Pero en esta ocasión, a diferencia de lo que sucedió en su primer mandato, el presidente no parece dispuesto a ceder en algo que ha de definir el éxito o el fracaso de su gestión. Ha calificado la actitud de la oposición como de clara extorsión y explícitamente ha señalado que no puede convertirse en una rutina. He aquí una situación económica, que puede alcanzar efectos globales, que procede de una posición política intransigente. La mayoría de los ciudadanos, hartos de los enfrentamientos, considera que la responsabilidad es de los republicanos, mientras que un 35% entiende que es culpa de Obama y del partido demócrata. Por descontado, el Tea Party es un enemigo declarado a quien tampoco se le perdona el hecho de que sea de color. Sus posiciones son neoconservadoras, próximas a algunos sectores de la derecha europea. Mientras tanto, Wall Street no demuestra gran nerviosismo, acostumbrada a que los pactos lleguen siempre en el último instante. Pero las circunstancias actuales alcanzan ya hasta el último rincón. EE UU puede –aunque es improbable– terminar, de no aprobarse la ampliación de la deuda, en una auténtica suspensión de pagos, con todo lo que ello significaría en el mundo entero. Navegará hasta el filo del abismo y, tal vez, cuando se salve, pueda verse obligado a recortar algunas de las prestaciones sociales ya introducidas. Aun así, Obama habría ganado el pulso.