Francisco Nieva

Paraíso oscuro - I

Yo creo en los espíritus, creo que ellos dejaron su impronta allá donde habitaron, sufrieron y gozaron; una impronta, un mensaje que se trasmite e influye sobre los vivos que se acogen o frecuentan aquel lugar. Yo mismo. Esto es lo que me transmitía la casa donde se desarrolló mi ardiente adolescencia de futuro escritor. Allí comencé a gustar de Galdós, de Dickens y de Balzac. Mi madre había heredado aquella insólita morada de sus tías maternas Teresa y Josefa Cejudo, hermanas de su abuela. Su primitivo constructor fue mi ilustre antepasado y pariente el doctor fray Miguel Cejudo, presbítero humanista y poeta de origen converso sefardí, amigo personal de Cervantes y Lope de Vega, que fueron sus huéspedes, los cuales dedicaron al ilustre valdepeñero sendas y elogiosas semblanzas en «El viaje al Parnaso» y «La Galatea». Esto era lo más impresionante para mí: que en aquella mi casa entraran a descansar y regalarse los dos máximos ingenios castellanos.

Yo deduzco que el espíritu que dominaba aquella morada, como embebida de antigua pasión y psiquismo, era la nostalgia de Sefarad en modales, costumbres, cocinas y economía. La patria espiritual perdida. A las Cejudo nunca se las vio en misa, aunque fueran como alumbradas y supersticiosas creyentes. Hasta la médula judías.

La casa fue construida a principios del siglo XVII y no por un avezado arquitecto, sino por un pueblerino maestro de obras, según las caprichosas necesidades del doctor humanista y poeta, mi afortunado antepasado, dueño de viñedos y rebaños, generoso amigo de sus amigos. Una casa tremendamente irregular y como improvisada por necesidades caprichosas y diversas, que ostentaba varios escalones para pasar de una estancia a otra, por lo irregular del terreno construido; a veces sin ventilación directa ni ventanas, oscuro paraíso hogareño, atestado de muebles y objetos valiosos o menos. Sólo heredé de mi ilustre antepasado un centón de sermones del padre Rivadeneira, así como la primera traducción del poeta Virgilio a la lengua romance.

Muy chiquito aún, mi madre me enviaba a pasar las horas con mi chacha Antonia Simón en la casa encantada y misteriosa, que luego fuera mía. Habitada entonces sólo por mi tía Josefa Cejudo. Pocos años antes, ella y su hermana Teresa, al enterarse de que un llamado Guillermo, pintor de letreros y enseñas comerciales, no tenía trabajo, le llamaron y le pidieron que les decorase la casa con toda libertad; y así lo mantuvieron por una temporada bien larga. Y Guillermo se despachó pintando crucifijos y letreros de LAUS DEO en todas aquella viejas puertas de cuarterones. Y en cada cuarterón, una rosa, una rosa fresca y preciosa, según una fórmula muy semejante a la que luce en los conventos brasileños. Alegría floral por todas partes, paisajitos atravesados a saltos por diferentes animales: liebres, lobos y conejos. Todo pintado con la soltura de los ceramistas talaveranos. Una verdadera lección de habilidad mecánica y seductora escritura plástica. Todo aquello encantaba mi infancia. Por este motivo, la casa era conocida en el pueblo por su extravagancia.

Llegados mi chacha y yo frente a la puerta del castillo, profusamente claveteada, yo aplicaba el ojo a la cerradura y veía llegar a mi enlutada y fantasmal tía Josefa, que me besaba con pasión de vieja, clavándome los pelos de sus verrugas, ante lo que yo apartaba la cara. –«Ya que no te dejas besar en tu cara bonita, deja que te bese en el zapatico». Y yo me dejaba besar profusamente mi zapatico, como un joven Lama del Tibet.

Supe más tarde que la madre de mi tía Josefa había muerto centenaria y fue testigo del paso de las tropas de Napoleón por el pueblo, que, heroicamente, llegó a rechazarlos de plano. Y en lo que tanto se destacó Juana Galán, la Galana. Todas las heroínas se llaman Juana.

Aquellos bellacos no pudieron tirar abajo la puerta del castillo, reforzada por enormes pedruscos que aún permanecían allí, en los corrales. Y, llegada la noche, se escuchaban los lamentos de un herido, pidiendo socorro a la casa asediada. Terminaron por abrir y socorrerle. Era un francés, al que escondieron celosamente y cuidaron hasta que pudo escapar, vestido de aguador. Tuvieron esa antipatriótica piedad y, desde entonces, al rezar el rosario se dedicó un padrenuestro a la suerte de aquel pobre soldado francés, llamado Philipe Brunnard, según los interrogatorios. También lo recé yo, siguiendo el protocolo.

Continuará.