Francisco Nieva

Paraíso oscuro (y II)

Sefarad, la España semita. Mi espíritu echaba de menos la tora y la cábala, que también sugestionaron o secuestraron la fantasía de Kafka.

–«Esa casa vuestra, daba miedo», nos decían algunos vecinos.

En efecto, daba miedo. Los espíritus colonizan desde su más allá los lugares que fueron suyos y hechizan y confunden a todo forastero.

Las casas de mi familia –su espíritu– han determinado mi destino y hasta mi estilo literario. La de mi abuela paterna –construida por un arquitecto normal, decimonónico– me familiarizó íntimamente con el clima provinciano, alto burgués y egotista que la impregnaba. La de mis tías Cejudo, con el miedo y el ultramundo. El hecho probable de que Lope o Cervantes pisaran aquellos umbrales, invitados por el Doctor Cejudo, me sugestionaba en grande y yo me postraba ante las baldosas de la entrada y las tocaba con mis manos, queriendo establecer contacto con aquellos espíritus magnos, solicitando su ayuda y su protección. Con miedo, con superstición, me trastornaba, me volvía espiritista visionario. Visionarias eran Teresa y Josefa, parecidas a dos alumbradas del siglo XVI. Las dos adoraban a mi madre –Pilarica, su nieta sobrina– y lo mismo sentían hacia mí, besándome en el zapatico.

Josefa decía verme reflejado en el lucero de la mañana –el planeta Venus– y me veía un espíritu preclaro, triunfando por el mundo y honrando su familia. Yo sería famoso.

Hacía tiempo que Josefa no dormía acostada sino en un sillón de cuero negro almohadillado, cerca del fuego y acompañada por una escopeta de dos cañones por miedo a algún atraco –se sospechaba que era muy rica–, y por dos cubos de agua por temor a que una centella del fuego prendiera en sus ropas.

Teresa y Josefa habían tenido un hermano que no había trabajado en su vida y se dejaba mantener por sus industriosas hermanas, que se habían instalado un laboratorio y rodeado de libros de física y enología, para mejorar la calidad de sus vinos. Dos juveniles alquimistas. Al hermano le apodaban Campeche –supuesto agrimensor–, y Campeche no dio un golpe en su vida, empedernido bebedor y borracho crónico famoso en el pueblo. Cuando se le exhumó, tras varios años de su fallecimiento, se comprobó que su cuerpo estaba completamente incorrupto y olía a santidad, gracias al mucho alcohol que había ingerido a lo largo de su existencia. Las Campechas lo celebraron: - «A pesar de todo, era muy bueno».

Su fama de ricas les molestaba y hacían alarde de sencillez y modestia. Se vestían muy pobre y sencillamente y siempre de negro. De viejas, siempre parecieron dos brujas.

Lo que a la casa le confería su mayor misterio era la anexión de la casa del Chucho, para alojar a protegidos y criados. Pero ya permanecía desierta y oscura, con polvorientas estancias, refugio de arañas y de gatos. Era como el Hades donde yo también me refugiaba para jugar que le vendía mi alma al demonio y, a cambio, me confiriese belleza y poder, el triunfo y la gloria. Yo estaba embrujadamente sugestionado, mediatizado, poseído...

Siempre se sospechó que en la fantástica morada se escondía un tesoro. El famoso tesoro de las Campechas. Si alguien lo encontró, nada se dijo, por temor a reclamaciones. No se me diga que los lugares no interfieren en las vidas de los vivos, no influyen muy retorcidamente sobre aquellos que los frecuentan, y actúan los espíritus que los habitaron. Nuestra insólita morada nos hacía inventar a mi hermano y a mí escatológicas historias sobre quién fuera el Chucho, antiguo poseedor de la casa anexionada: La casa se subastó porque «el Chucho» había sido condenado a muerte, al haber sido sorprendido en el corral copulando con su burra. Y su ejecución pública consistió en que la mujer más decente y de culo más gordo del pueblo se le sentara en las narices y muriese sofocado por la virtud, mientras el populacho gritaba: «¡Viva la vergüenza, viva el pundonor!».

Fantasía tenebrosa, barroca y transgresora, inocente y feroz historia, muy siglo XVII, que sólo aquella casa nos podía inspirar. Los espíritus ancestrales nos iluminaban con su específico delirio. Se le hubiera ocurrido a Quevedo o a cualquier converso reticente, como fray Miguel, o a mis brujiles y fantásticas tías, sus dignas descendientes. Y no cuento más.