Alfonso Ussía

Pobre niño

La Razón
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Me lo contó una prestigiosa doctora, cuando dirigía el departamento de Oncología Infantil del hospital de San Rafael de Madrid. Por su cercanía del estadio Santiago Bernabéu, en algunas ocasiones y fechas puntuales, los niños enfermos de cáncer recibían la visita de los futbolistas del primer equipo del Real Madrid, todos ellos con sus bolsas repletas de regalos. Me decía la doctora que para lo niños internos, alguno de ellos sin esperanza, aquellas visitas les proporcionaban una alegría indescriptible. Y que un jugador madridista, muy frecuentemente, se presentaba en solitario en el hospital con regalos para todos y dedicaba horas y horas a los niños enfermos. Sin publicidad y sin fotógrafos. La doctora, que forma parte de mi familia y no se caracteriza por su afición futbolera, supo por sus compañeros médicos de quién se trataba. De un futbolista muy simpático, bajito, con acento brasileño y siempre sonriente llamado Roberto Carlos. –Se presentaba, saludaba a los niños, los abrazaba, les repartía regalos y cuando se marchaba dejaba en ellos una felicidad desbordada–.

Roberto Carlos además, era un fenómeno como futbolista. Y feliz cuando jugaba. Siempre alegre y sorprendente. De los más grandes entre los grandes en la historia del Real Madrid. Cuando golpeaba el balón en los libres directos, o metía gol o dejaba a un adversario en el suelo agarrándose sus zonas industriales por la fuerza del impacto. Se marchó a Rusia y ya está de vuelta en el Real Madrid en su equipo técnico. Con 44 años, tiene nueve hijos y ya es abuelo. Lo suyo con los niños no es una casualidad.

De lo que estoy seguro es de la compenetración, simpatía, cariño y diversión de esos hijos con su padre. Y ahora, además, con un nieto, que lo volverá loco, porque los nietos tienen algo especial que no se parece a nada. Si la genética manda – y manda una barbaridad-, esos hijos y ese nieto serán transmisores de felicidad contagiosa durante su vida. De padres antipáticos, hijos antipáticos; de padres tacaños, hijos tacaños; de padres tontos, hijos tontos, de padres inteligentes, hijos inteligentes. De padres cursis, hijos cursis, y de padres amargados y resentidos, hijos amargados y resentidos. No hay vuelta de hoja. Se dan excepciones, claro. De padres feos, pueden nacer hijos guapos, pero en tal caso el padre vive con la sospecha, el resquemor y la duda durante toda su vida. –¿Por qué nuestra hija es rubia, alta y guapa cuando yo soy moreno, bajo y feo?-; -porque la naturaleza obra milagros, Pedro Luis-.

Me ha preocupado la confesión pública de Pablo Iglesias de su deseo de tener hijos. Malo. Ser hijo de Pablo Iglesias es, ante todo, un tostón, una pereza. No confío en el cumplimiento de sus deberes como padre ni en la limpieza de sus ejemplos y palabras. Por otra parte, es casi tan peonza como Weinstein, el de Hollywood, que se ha destapado como una pieza. Pero ante todo, me preocupa el aburrimiento de ese niño que aún no ha nacido y que es de esperar no sea llamado por las cigüeñas ni por París. Con ese padre, ese abuelo y ese bisabuelo, ese niño puede convertirse en un peligro para el sector de la humanidad más próximo a su entorno. Con el tío Iñigo, el tío Echenique, el tío Monedero, la tía Montero, la tía Sánchez, el tío Mayoral, el tío Espinar, la tía Maestre y la tía Colau, va a celebrar sus «cumples» con mucha aflicción y pesadumbre. Que si Lenin, que si Maduro, que si las sonrisas a los yihadistas, que si el derecho a decidir, y no sigo porque me brotan ampollas en la piel. Mi recomendación es que no tenga hijos, que no le hacen falta para nada. Porque de tenerlo, ese niño, entre el sopor y la genética, puede resultar peligrosísimo. A calmarse, Pablo Manuel, que lo suyo no es eso.