Carlos Rodríguez Braun

PSOE, impuestos y progreso

La Razón
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José Luis Álvarez, profesor de liderazgo en INSEAD, publicó en «El País» un artículo titulado: «¿Ha dejado el PSOE de ser progresista?». Lamenta el corrimiento del centroizquierda hacia la izquierda, adoptando las consignas bobaliconas de los llamados «movimientos sociales», que nunca son realmente de la sociedad sino de grupos pequeños pero bien organizados. Apunta: «Hay algo de catolicismo medieval en el rechazo de las finanzas por la izquierda». En realidad, los católicos medievales eran más finos a la hora de analizar la usura, pero el profesor Álvarez acierta en su preocupación por si se produjera un acercamiento mayor entre el PSOE y grupos que apoyan o practican agitaciones o huelgas con mensajes populistas, comunistas, anarquistas, asamblearios, etc. Dice: «El PSOE ha empezado a ceder a la tentación izquierdista. Ha establecido alianzas con quienes quieren eliminarlos». Considerando el apoyo que todavía conserva Pedro Sánchez en el partido, su inquietud parece fundada, como fundada es la crítica a la tontería esa de que hay que reconstruir un Estado «desmantelado». Si los socialistas insisten con el camelo del «austericidio», advierte, estarían lanzando mensajes que «le hacen el juego a Podemos y no se corresponden con la realidad».

A la hora de pasar de la crítica a la propuesta, el mensaje se desdibuja. Dice: «Progresista es reconocer que no hay alternativa al capitalismo global», pero hay que corregirlo. ¿Qué se debe corregir? Las desigualdades, pero no todas: «Es creer en la igualdad de oportunidades y en una desigualdad basada en el mérito...Es utilizar la fiscalidad para prevenir desigualdades injustas (hay desigualdades justas): todos los impuestos necesarios, pero ni un euro más de los necesarios». Todo su artículo refleja el pragmatismo de los medios, al estilo del «gato negro, gato blanco» de Felipe González, idea a la que recurre para cuestionar el dogma izquierdista de que los fines públicos sólo pueden ser perseguidos con medios públicos. Esto es menos claro de lo que parece. Empezando por el final, el pragmatismo de González, que efectivamente se atrevió a abandonar el marxismo y a adoptar medidas liberalizadoras en diversos campos, corrió parejo a considerables estropicios económicos e institucionales, como la inicua expropiación de Rumasa y una espectacular expansión del Estado redistribuidor. ¿Fue acaso progresista llevar la presión fiscal sobre los trabajadores al nivel más alto registrado hasta entonces en nuestro país? Cabría cuestionar ese progresismo híbrido de libertad y coacción, aunque no cabe cuestionar que le sirvió al PSOE para ganar cuatro elecciones generales seguidas con González. El pragmatismo sensato que plantea el profesor Álvarez se sitúa en un contexto diferente, donde la presión fiscal difícilmente pueda elevarse más sin costes políticos: es seguro que el PP, después de haberla subido, la bajará con bombos y platillos antes de las próximas elecciones. Con lo cual, la definición progresista del PSOE queda en la nebulosa, porque nunca termina de aclarar qué va a hacer con los impuestos, y nunca se atreve a proponer bajarlos de verdad, ni a aclarar qué desigualdades son justas y qué medios privados piensa tolerar en los servicios públicos.