El desafío independentista
Punto y final al engaño
Antes de activar, hoy en el consejo de ministros, el Artículo 155 de la Constitución, Mariano Rajoy consiguió ayer en Bruselas el respaldo de sus socios de la Unión Europea. Ya por la tarde, pocas horas después, estaba reunido con los representantes de las Instituciones europeas que acudían a Oviedo para recibir el Premio Princesa de Asturias la Concordia. El calendario no es ninguna casualidad, ni tampoco que Rajoy acudiera a Oviedo, algo inusual. Marca claramente la voluntad del presidente de Gobierno de enmarcar en una legitimidad europea su respuesta al golpe institucional de la Generalitat.
Aunque la cuestión catalana sea un problema estrictamente interno de España que se debe solucionar dentro del marco de la legalidad vigente, está claro que no se puede considerar fuera del contexto europeo.
Desde siempre, los independentistas han querido internacionalizar el problema. Han buscado fuera de España el respaldo que no tenían en el país, dentro y fuera de Cataluña. A nivel oficial, no han conseguido más que rechazos. Ningún gobierno ha aceptado recibir a sus representantes. Ninguno ha dado el más mínimo apoyo a políticas que van en contra de la unidad de un Estado europeo. El único que se ha mostrado algo ambiguo ha sido el belga Charles Michel, al criticar la actuación policial del 1-O y al llamar públicamente a una solución negociada. Tal vez sea porque dirige un gobierno donde están presentes los nacionalistas flamencos.
En el debate público europeo, la cosa es muy distinta. La táctica victimista adoptada por Carles Puigdemont y Oriol Junqueras se aprovecha de la ignorancia general y está dando sus resultados. Al abordar el problema, resulta cada vez más necesario recordar que Cataluña no está sometida a ninguna dictadura, que España lleva más de cuarenta años siendo una democracia, donde las regiones gozan de una autonomía más generosa que en cualquier otro país europeo. Alguna culpa de esta distorsión demagógica la tendrán los dirigentes europeos, al esconderse durante mucho tiempo detrás del mandato –parece que obligatorio– de «no interferir en los asuntos internos» de otro país miembro de la UE y no responder a la contumaz propaganda independentista manteniendo una posición neutral que ya no se puede justificar dado el rumbo que han tomado los acontecimientos y las repercusiones que pueda tener en el resto de socios comunitarios.
Pero es en la propia Cataluña donde más importa subrayar el contexto europeo del debate. El mayor engaño es el que pretende que una Cataluña independiente se quedaría dentro de la Unión Europea. A falta de denegaciones rotundas, en los meses anteriores al 1 de octubre, esta mentira se ha impuesto como una evidencia para muchos catalanistas mal informados pero sinceramente europeos. Sólo ahora empiezan a despertar del sueño: si tantas empresas se están mudando no es sólo para defender la unidad de España, es porque saben muy bien que, en caso de proclamación de la independencia, se quedarán fuera del ámbito reglamentario europeo, con todas las consecuencias económicas que ello representa para ellas y para el resto de los catalanes. Este argumento debería, lógicamente, convencer a muchos de que la opción extremista no sirve a los intereses de Cataluña.
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