José María Marco

Responsables

Los enfrentamientos de estos días en el centro de Madrid, en la Universidad Complutense y en la Autónoma, también en Madrid, están poniendo de relieve algunos hechos que más de una vez no queremos ver. Y no se trata de la falta de regulación de las manifestaciones, que hace de cualquier ciudad, y muy en especial de las zonas más turísticas y más atareadas de la capital, el escenario de asambleas, campamentos y batallas callejeras. Tampoco de la existencia de franjas marginales. Hay algo más profundo en todo esto, algo que resulta revelador de algunos defectos estructurales de nuestra sociedad.

La izquierda –partidos políticos y organizaciones sindicales– sigue sin rechazar con la claridad necesaria la violencia y no ha vencido la tentación de responsabilizar de lo ocurrido al Gobierno. Como es lógico, en cualquier país puede haber brotes ocasionales de violencia. Más difícil de encontrar es que la izquierda –que por otra parte se sigue arrogando el monopolio moral de la democracia– se niegue a condenarlos. Ya ocurrió hace algunas semanas con los incidentes en Ceuta, y ha vuelto a ocurrir ahora. No se condenan ni siquiera cuando se llama a la Policía para desalojar a los okupas, como ha ocurrido en la Universidad Complutense. La izquierda española es capaz de sostener al mismo tiempo una cosa y la contraria, o bien de cambiar de agenda en cuestión de segundos sin que eso le requiera ningún tipo de argumentación, ni de justificación moral. (Como es natural, eso siempre favorece a un partido como el PP). Esta realidad debería hacer reflexionar a los manifestantes sobre los objetivos a los que se están prestando, aunque seguramente eso sea mucho pedir. Evidentemente, las redes sociales y las nuevas formas de comunicación propician la aparición de grupos fanatizados, en circuito cerrado, que pueden llegar a no tener ningún contacto con quienes no refuerzan sus actitudes y sus argumentos. Ahí está una parte del origen de todo esto. Sin embargo, estos jóvenes no son marginales. Son el producto más acabado de una educación que en muchos casos no está contribuyendo a hacer de ellos jóvenes adultos responsables, capaces de pensar por sí mismos, sino seres manipulables, sin la menor autonomía, reducidos a respuestas primarias ante una realidad cada vez más compleja que no van a ser capaces de entender nunca. No hay más que ver en lo que se ha convertido el campus de la Complutense –un gueto oficial y acreditado para la práctica del botellón y el ultraizquierdismo– para darse cuenta de esto.