José Luis Alvite
Rostro sin espuma
De aquella carta que ella jamás me remitió: «En estos pocos días ha pasado demasiado tiempo y has dejado de interesarme porque ya no eres el hombre que decían que no me convenía, el que juraba que la lluvia era agua en pelotas. Ahora sé que jamás me llevarás contigo a comprobar que en Los Angeles las calles son tan anchas que la acera de enfrente está en otra ciudad. Y también sé que si continuase a tu lado, seríamos como esas parejas estancadas en cuyos relojes son tres días seguidos las seis de la tarde, ese horrible momento del día en el que huelen como el cementerio las escuelas. ¿Qué puedo esperar de ti? ¿Una novela inacabada en la que cada página nueva sea justo lo que necesite para prender el fuego con el que arder la pagina anterior? ¿Uno de esos hogares medicinales en el que te espere con tres horquillas en el pelo y un bizcocho de urea en el horno? No era eso lo que me decían que podía esperar de ti. Fue un error que te enamorases. Habría preferido que fueses el hombre poco recomendable del que me advertían mis amigas, el tipo amoral y desordenado que tuviese en el rostro el mismo dibujo que en las ruedas del coche, el que supuse que eras la noche en la que nos conocimos y prometiste que me harías feliz con las mismas cosas que me causasen dolor, como cuando de muchacha soñaba relacionarme con uno de esos tipos penitenciarios y rudos que descuartizan el agua al asearse, alguien de quien pudiese contar que pasé la noche con un hombre en cuyo rostro Dios era un fulano y jamás hacía espuma el jabón. Lo dejo antes de que por culpa de la rutina nos quedemos sin remordimientos y nos llenemos de efemérides. Eras mejor cuando el tipo que me interesaba no se parecía nada al hombre que me convenía».
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