Restringido
Sagasta, el diputadito del puente
España no soporta niveles elevados de intransigencia, demasiada ha tenido la historia de nuestro país. Por eso rechinan, como un puñado de arena en un engranaje, las duras palabras que dirigió el Sr. Iglesias a los dirigentes de IU.
Vaya por delante que estoy muy lejos de las posiciones comunistas, pero reconozco que esos «cenizos, tristes, aburridos y amargados» como se refirió a ellos el Sr. Iglesias nunca han querido dar ese salto, y han tenido oportunidades para hacerlo, quizá porque están en política por ideas. Pero sería mezquino no reconocer su papel y sus logros en la política española. Pertenezco a una generación educada por sus padres en unos valores que son el anclaje de una sociedad sana. Valores como el respeto a la opinión y los actos de los demás, a los que te han precedido, a tus padres y a tus abuelos. Por eso provoca dolor escuchar a un niño contestar maleducadamente a una persona mayor, o la enmienda a la totalidad de todo lo hecho anteriormente.
No dar reconocimiento a quienes han liderado, a quienes han estado, a quienes han construido nuestra democracia es un flaco favor que nos hacemos como país. La demolición que algunos realizan de los últimos 40 años de historia en España, del propio proceso constituyente, es una torpeza.
Es una especie de «adanismo», quizá un exceso de egolatría, creer que el mundo lo ha descubierto uno mismo, que nunca se había hecho nada o que todo se ha hecho mal siempre. Es fácil ver, cuando todo ha pasado, cómo se deberían haber hecho las cosas, entre las distintas opciones cuál hubiese elegido hoy. Claro, con todo lo que uno conoce a posteriori.
Sin embargo, eso en sí mismo es una debilidad del intelecto. Pensar el mundo con lo que sabemos ahora es una trampa que nos hacemos en ocasiones a nosotros mismos. Si no somos capaces de contextualizar lo que han hecho otros que nos precedieron, podemos caer en el «pecado» de la intolerancia.
Hace unos días, Rafael Bengoa, magnífico ex consejero de Sanidad en Euskadi, hizo también unas desafortunadas declaraciones. Vino a decir que todos los ministros de Sanidad que ha tenido España en democracia, «incluso los del PSOE», apostillaba, han sido unos incapaces.
No reconocer el trabajo de Ernest Lluch, por ejemplo, es como mínimo injusto. Además, es inexplicable que, a pesar de todos esos que él denomina «incapaces», España tenga uno de los sistemas sanitarios más baratos y más eficaces. Gozamos de una de las mayores longevidades de Europa, y más allá de las mejoras urgentes que requiere el sistema, podemos decir que contamos con una gran Sanidad pública. Quizá el Sr. Bengoa propone buscar la razón de esta realidad en alguna causa sobrenatural.
Se compartan o no los valores, muchos dirigentes del PCE han sido leales toda su vida a la defensa de sus valores, ayudaron a la reconciliación de los españoles después de la dictadura, formaron parte de la construcción democrática de nuestro país, y han ocupado responsabilidades de gobierno y de oposición con mucha dignidad.
Es verdad que los españoles decidieron en los ochenta que preferían Alemania a Rusia, y la izquierda social ha tenido como gran referencia política al PSOE y no al PCE, pero eso no justifica el insulto.
El Sr. Iglesias aún no ha demostrado nada. Más que mérito propio, ha tenido un golpe de buena suerte en un momento convulso de la política española. Sólo una cosa ha quedado patente: ha ido renunciando a sus valores por conseguir votos, ha pasado de estar a la izquierda de IU a intentar ocupar el espacio de la socialdemocracia, no por evolución ideológica, por mero tacticismo electoral. Es fácil a simple vista dar ese salto, pero cuando uno tiene unos principios ideológicos sólidos, es un salto imposible e impensable.
En el transcurso de uno de los primeros debates parlamentarios que protagonizó Sagasta, un general conservador le increpó de la siguiente manera: «Pero, ¿quién es el que vino a plantear semejante tema? Un diputadito de la última hornada, un ingeniero modestísimo a quien allá en Zamora nadie conoce por otro nombre que el del puente».
A lo que Sagasta contestó: «No creo que tenga nada de particular que siendo ingeniero yo y habiendo construido un puente, “El del puente” me llamasen. ¡”El del puente” y a mucha honra! No llamarán a su señoría “El de las batallas”, porque no ganó ninguna».
Pero incluso si el Sr. Iglesias gana alguna batalla, o el Sr. Bengoa llega a ser ministro de Sanidad, deberían saber que años después todos sabremos más y alguien podría tener la tentación de analizar, de manera descontextualizada, críticamente lo que hicieron.
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