Educación
Señores clientes
Se llama «clientización» y se da en todos los países desarrollados del planeta. En España, que es lo que mí me preocupa, avanza a pasos agigantados y está adquiriendo tintes de epidemia. No sé si se han dado cuenta, pero hemos dejado de ser ciudadanos, hijos, padres o alumnos para convertirnos en clientes.
Antes, el objetivo primordial del colegio era que los chavales aprendieran, se formaran y adquirieran las bases y los conocimientos esenciales para afrontar otras etapas de su vida. Ahora la clave, si el director de turno o cualquiera de los profesores quiere prosperar, seguir cobrando todos los meses y evitarse problemas, es la «satisfacción» de los alumnos. Y naturalmente la de sus progenitores, no vaya a ser que se presenten airados en el centro o monten la de San Quintín, porque hay deberes para casa o uno de los educadores ha tenido la osadía de expulsar de clase o de dejar sin recreo al infractor recalcitrante. No sé si se acuerdan, pero hubo un tiempo no muy lejano en el que la frase «se lo vamos a decir a tus padres», se usaba como instrumento disuasorio con el estudiante bronquista, díscolo o mangante. Ahora es al revés y lo que se utiliza es el «se lo voy a decir a mis padres» para meter en vereda al profesor. Tiene su lógica, porque se ha instaurado en muchos hogares españoles la desquiciada idea de que la familia debe ser también una institución democrática. Al igual que en las aulas, en las casas se impone el colegueo y proliferan los padres que ya no tienen claro su papel, sus deberes o funciones. Como aumentan los jueces, fiscales y legisladores en esa línea de pensamiento, a este paso, no sólo acabarás en el banquillo si osas quitarle a tus hijos el teléfono móvil, porque se pasan las horas colgados de Instagram y no pegan palo al agua, sino que será preceptivo decidir en votación desde el menú de la cena al destino para las vacaciones. Es el signo de los tiempos. Ya no hay ciudadanos en sentido estricto: somos todos clientes. Y como un principio básico del marketing es que el cliente tiene siempre razón, la permanente obsesión de los políticos es que la gente esté satisfecha y no se inquiete. En consecuencia, se ocultan los problemas, se omite el verdadero coste de las soluciones y se dora la píldora al público. Da igual que el personal esté equivocado o sea más miope que un gato de escayola. El votante, como el cliente, siempre tiene razón.
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