Julián Cabrera
¡Señores, que hay niños!
«Estimadas familias, siguiendo la política de seguridad y control de nuestras instalaciones, el club ha definido unas nuevas medidas de seguridad de la ciudad deportiva Wanda Atlético de Madrid». El comunicado de la entidad deportiva podría interpretarse en clave de un aumento de las lógicas medidas preventivas contra posibles robos, allanamiento de unas dependencias privadas o cualquier delito común. Nada, sin embargo, más lejos de la realidad para mayor asombro de quienes abrazamos la máxima de que el deporte dignifica y hace de los más pequeños futuros ciudadanos ejemplares. La medida entraba en vigor nada menos que para atajar el creciente problema de la presión que ejercen muchos padres sobre los niños.
Las sonrojantes imágenes que nos han brindado los informativos de todas las cadenas de televisión –todavía colgadas en You Tube– vienen a justificar de punta a punta medidas como la señalada por parte del club colchonero. No eran «hooligans» británicos ni rusos a los que estamos acostumbrados a ver dentro y fuera de los estadios, ni una reyerta de radicales citados a través de las redes sociales en una noche de viernes a sábado; se trataba de dos grupos de padres enzarzados en una brutal pelea, con algún herido y denuncias de por medio en un simple partido de fútbol entre sus hijos, niños de once años que desde el centro del terreno de juego contemplaban entre pánico y estupefacción la batalla campal protagonizada por ese energúmeno al que se honraba precisamente en el día del padre.
El episodio ocurrido en un partido de alevines entre el Alaro y el collerense en Mallorca podría haber quedado en una discusión a pie de la raya de cal entre las muchas que se dan en el ámbito de la competición entre menores, pero las imágenes han rescatado un verdadero y auténtico problema con el que nos damos de bruces y que no es otro más que la obsesión de algunos padres por proyectar en esta actividad de sus hijos los complejos y la frustración de lo que les hubiera gustado y nunca llegaron a ser. El niño salta a la cancha para practicar un deporte, pero lo que tiene a pocos metros es a un padre con la obstinada pretensión de que su hijo acabe siendo en el futuro otro Leo Messi.
El progenitor, entrenador frustrado, suele transformarse en un hincha que saca lo peor, no sólo de la mala educación, sino de la homofobia, el machismo y la xenofobia, –«puto panchito vete a pitar y cantar rancheras a tu país», le espetaba un padre al desafortunado árbitro en el Sportiu juvenil de Castellón, por citar otros ejemplos–. Y es que el suceso de Mallorca no es puntual. Las imágenes de televisión sólo nos han mostrado otro más entre un elenco crecientemente preocupante, no por evidenciar a probables «don nadies» en otras facetas de la vida, sino por señalar un síntoma de violencia física y verbal allá donde menos corresponde. Como clamaba una de las madres en medio de la reyerta mallorquina: «¡Señores, que hay niños!»
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