José Jiménez Lozano

Simplificaciones

En un mundo en el que la conciencia de no necesitar saber nada para hablar de todo y para actuar como parezca, se nos sirve como en bandeja de plata una ingente producción de charlatanería, que ha superado y hace inútil todo pensamiento, que es algo que se considera un engorro muy antiguo e innecesario. Y sería suficiente evocar pongamos por caso, en la vieja historieta cómica, según la cual, fracasada toda una serie de instructores de reclutas en su propósito de enseñar, siquiera sumariamente a los más torpes de ellos cómo se construían cañones, se recurrió a persona muy expedita en sus juicios, que dijo a aquel pelotón de cabezas huecas que, para construir cañones, sólo se necesitaba tomar un agujero todo lo grande que se estimase oportuno, y rodearlo de... Y todos vieron el asunto claro. Tan claro como cuando se dice por politicastros sin escrúpulos que no hay por qué pagar una deuda contraída, ni trabajar, que puede saltarse las leyes como los semáforos, y no dar golpe pero tener derecho a beca de estudios. Porque todo esto es una simpleza, y con siniestros resultados, pero, cuando se dice, brilla como el sol, parece una genialidad y suena a la promesa del país de Jauja.

Y ocurre, sobre todo, que quien presenta las cosas así de claras siempre gana la voluntad de las gentes, una vez despersonalizadas y convertidas en masa; y, como decía el conde de Romanones, si se quieren ganar unas elecciones, no sólo se puede prometer que se va a hacer un puente en un lugar sin río, sino que se debe prometer que se harán los puentes y los ríos que hagan falta.

Y, curiosamente, en un mundo ya tan adelantado y maduro como el nuestro, abundan y superabundan las simplificaciones, incluso formuladas en lenguaje pedantísimo y pseudocientífico, y no únicamente en el ámbito político o sociológico, sino que por todas partes se explica todo a por «a» y «be» por «be». Y entonces, se recuerda aquella parábola del filósofo y psicoanalista norteamericano Dr. Rollo May, que nos presenta a un psiquiatra rindiendo cuentas a San Pedro a las puertas del cielo, presentando a éste la edición de las ciento treinta y dos obras publicadas y las medallas recibidas por trabajos científicos, San Pedro no desarma el ceño y dice: «Estoy enterado, buen hombre, de cuán trabajador ha sido. -No le acuso de pereza ni de conducta no científica». «¡Bueno! –explica el psiquiatra– bien es verdad que modifiqué un poco la fecha de la investigación para mi tesis doctoral». Pero San Pedro no se da por enterado y le comenta: «No es inmoralidad lo que señala este documento. Usted es tan ético, el que más. Tampoco le acusó de ser conductista o místico, funcionalista o existencialista o rogeriano. Ésos son pecados menores... Usted está acusado de «nimis simplicandum». Ha pasado su vida convirtiendo montañas en granos de arena: de eso es culpable. Si el hombre era trágico, le hacía trivial; si era pícaro, le hacía insignificante; si sufría pasivamente, le describía como un bobalicón, y, cuando reunía suficiente coraje para actuar, lo calificaba de estímulo y respuesta. El hombre tiene pasiones, y, cuando usted pomposamente dictaba su clase, las llamaba satisfacción de necesidades básicas y, cuando descansaba mirando a su secretaria, lo llamaba descarga de tensión. Rehizo al hombre según la imagen dada por su marco referencial infantil o por las máximas de su escuela dominical, ambas cosas igualmente horrendas. En suma: le enviamos a la tierra por setenta años, a un circo dantesco, y usted gastó sus días y sus noches en teatrillos de segunda. ¡Nimis simplicandum!». Hasta lo trágico de la vida humana queda como un argumento de los antiguos teatrillos de feria de Doña Manolita Chen.

Ni vida ni muerte significan nada ya, y las grandes reformas de la enseñanza y las tecnologías han conseguido el triunfo de las calabazas y las cabezas huecas, pongamos por caso, en la educativa pantomima de Halloween. ¡Ningún problema de simplificación, verdaderamente!