Restringido
Soldados viejos
La palabra viejo no suena bien en nuestros oídos. Casi la hemos proscrito. Y sin embargo, cuando la unimos a la de soldado, al menos a mí, me gusta. Será porque traen recuerdos históricos como aquellos de los Tercios Viejos de los tiempos de Carlos I que combatieron en Lepanto o durante tantos años en Flandes en aquella época en que los españoles creíamos en las mismas cosas, empezando por la fe en nosotros mismos.
Cuando España era más ancha que la ancha Castilla, eso de ser soldado viejo sonaba a alabanza como hoy en día podría ser –por ejemplo– que te traten de veterano en EE UU o te llamen profesional por aquí.
El colectivo de retirados militares en la España actual está muy poco considerado. Lo noto día a día desde mi pertenencia a la Real Hermandad que agrupa a los militares –y a nuestros compañeros de la Guardia Civil que también lo son– que hemos dejado de empuñar las armas. Pero de siempre el arma más potente de un soldado no es la que sostiene su mano, sino la que reside en su mente y en su voluntad. Por eso –digan lo que digan– seguimos siendo militares los retirados.
Dar un fusil a un paisano no hace de él un militar; no tiene su mismo potencial. Un soldado solo se hace cuando cree –como dice la canción– que a su espada le asiste el derecho y la razón. En nuestro caso el derecho y la razón se llaman España.
En la Real Hermandad de Veteranos nos juntamos algunos soldados viejos para animarnos unos a otros mientras comprobamos que el ambiente en la calle es de total indiferencia hacia lo militar. También tratamos de ayudarnos –especialmente a las viudas que tanto han dado– y de difundir algo la cultura de Defensa, eso sí, con muy pocos fondos. De vez en cuando –para entretenernos– nos contamos historias de algunos momentos vividos con adrenalina o llenos de asombro.
Otros colectivos de retirados tienen derecho a sentirse orgullosos de su profesión u oficio, de lo que han hecho en la vida. Pero lo que les diferencia de los militares es que ellos no han estado centrados en la defensa a ultranza de toda la comunidad tratando de dotarla de la seguridad que cualquier nación necesita para sobrevivir. Por eso creo que aquellos que fueron servidos deberían reconocer a los que sacrificaron muchas cosas –entre ellas parte de sus libertades cívicas– para mantener la unidad y prosperidad de los españoles. En eso nos diferenciamos de otros retirados y por eso nos decimos los viejos soldados unos a otros que un poco de agradecimiento no vendría mal; que no solo nos calentaría un poco el corazón sino que incluso podría ser útil a la sociedad, pues los valores que defendimos –y defendemos– son los que nos pueden ayudar a mejorar el futuro común.
Cuando un militar se retira en España deja de ser reconocido administrativamente como tal a casi todos los efectos. Le paga su pensión de clases pasivas el Ministerio de Hacienda como a cualquier otro trabajador, y aunque existe teóricamente un régimen especial de Seguridad Social para los militares gestionado por un Instituto o mutua denominado Isfas –financiado con las cuotas deducidas de los sueldos en activo y donde el Estado asume las aportaciones del patrón– sus prestaciones son cada día más escasas. Pero no me quejo básicamente del dinero o de esas pocas prestaciones recibidas. Los militares y nuestras familias hemos aprendido a sobrevivir a lo largo de nuestra carrera cambiando frecuentemente –en mi caso 22 veces– de destino y domicilio con un sueldo apretado. Lo que pido es simplemente un reconocimiento social de que lo que hemos defendido ha merecido la pena. Que no nos hemos esforzado en balde.
No creo que la nación sea actualmente un concepto discutido y discutible –como al parecer fue revelado mientras contaba nubes a un inefable presidente– sino más bien el agente básico en esta época de globalización. A diario nos está siendo recordado que la geopolítica es una realidad tan antigua como la de los militares. Las organizaciones internacionales a las que pertenecemos no son tan fuertes y legítimas que nos permitan evitar tomar decisiones como Nación en unos tiempos donde EE UU está en retirada militar, la UE agitada por egoísmos y falta de liderazgo y los gobiernos democráticos temerosos de unas opiniones públicas con poca –o quizás saturadas de– información que otros manejan. Hasta las organizaciones terroristas más peligrosas tratan de estructurarse en estados alrededor de ideologías más o menos delirantes.
Pues bien, si la nación vuelve a ser el agente básico en la acción internacional, sus militares son sus servidores imprescindibles, y mientras los viejos soldados conserven sus armas más potentes –su corazón y su cabeza– intactas, también pueden ser útiles. Al menos para no volver a cometer los mismos errores colectivos cuyas consecuencias ellos han sufrido.
Podría ser algo mejor esto de ser soldado viejo en España. Mejor para todos.
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