Ángela Vallvey

Tarjetistas

Conozco a una anciana viuda que me recuerda a un personaje de Geoffrey Chaucer. Aunque no vive en una humilde cabaña junto al lindero del bosque, sí que habita en un pisito de los de antigua Protección Oficial (al que ya no protege ni el tejado del edificio, por cierto). Desde que su marido murió, administra con cuidado exquisito sus escasas rentas. Sus colaciones son exiguas, nunca ha tenido problemas de sobrepeso porque lleva años racionando sus bocados y el peculio no le da ni para llenar la cesta de la compra con hidratos de carbono baratos. Jamás ha bebido vino ni tenido una indigestión ni se considera candidata a morir de una apoplejía por cometer excesos. Es más frugal que un lama. Nunca ha trabajado, porque a ella la educaron para «casarse y fundar un hogar», cosa que hizo perfectamente. El oficio de su marido era modesto, de manera que cuando murió le dejó una pensión escasa y un minúsculo patrimonio que ella gestiona con más celo que si le hubiesen encargado hacer remontar a una empresa del Ibex. Como vive con el temor de que sus economías no le alcancen hasta el fin de sus días, procura sacar un pequeño rendimiento de sus exiguos ahorros. Un dinerillo que ha ido juntando «peseta a peseta», como ella dice. Salía a hacer la compra y, si le sobraban veinte céntimos de euro del cambio, los metía en una hucha.

Lo poco que tenía lo consiguió a fuerza de privarse de comer, de vestir y de calentarse en invierno. En su caja de ahorros la convencieron para comprar preferentes, y lo perdió todo. Se consuela diciendo: «Más vale ser ‘‘preferentista’’ que ‘‘tarjetista’’ como los consejeros que pagaban con la tarjeta ‘black’ hasta los burdeles...»

Pero no sé yo si eso es un gran consuelo.