Ángela Vallvey

«The son»

La generación de la ya octogenaria Isabel II –a la que llamaban Lilibet en casa y en las revistas del corazón de la época, cuando era una guapa y valiente joven casadera– es una de las más intachables que ha producido Europa (si es que el Reino Unido es Europa, claro). Su tío Eduardo abdicó y Lilibet, contra todo pronóstico, fue coronada. Ha dado tan buen resultado que, aunque lo más probable es que la monarquía acabe desapareciendo, como decía el rey Harald de Noruega, siempre quedará la reina de Inglaterra y, si acaso, la reina de bastos. Saavedra Fajardo aseguraba que los príncipes nacen poderosos, pero no enseñados y que, cuando quieren oír, saben gobernar. La reina de Inglaterra no gobierna porque en nuestra época los reyes son lo que queda de una Europa que ha convertido su pasado en un parque temático. Parlamentario, eso sí. Sin embargo, Isabel II es la única figura del mundo que encarna de verdad el ancestral tópico de la «reina». Aunque no gobierne nada, salvo sus reales palacios. J.M. Coetzee comentó que lo de la monarquía es una cosa propia de las abejas, pero eso es porque no conocía a la reina Isabel II. Isabel ha sido bisabuela. El bisnieto ha llegado con su propia lotería bajo el brazo: ha generado un negocio de 300 millones de euros. Gracias al alborotador pequeñuelo se han vendido una larga y encantadora serie de chorradas tales como paños de cocina, tazas, platos, teléfonos móviles y orinales. Por qué el «royal baby» inglés genera negocios por valor de cientos de millones de libras, mientras que a nosotros un alumbramiento parecido probablemente nos hubiese «costado» cientos de millones de libras... ésa es otra de las grandes diferencias entre la monarquía británica y la nuestra. («God save...» etc.).