Luis Suárez
Toledo en la memoria
El retorno de don Antonio Cañizares a España, para ocupar en Valencia uno de los puestos clave en la jerarquía católica europea, ha despertado en mi ciertos recuerdos que me gustaría compartir con mis lectores. Es mucho lo que de este gran pastor de almas y eminente intelectual podemos y debemos aprender: su paso por Ávila, con Santa Teresa, Granada en donde yacen los restos de los Reyes Católicos, o Roma, junto a esos dos Papas, Benedicto y Francisco, que han impuesto giros decisivos en la vida de la Iglesia y del mundo, forman una especie de patrimonio que con él retorna a España. Pero, sobre todo, es decisivo su paso por Toledo. Aquí tuve yo mi primer encuentro fructífero: me tomo de la mano para llevarme a la losa que en el módulo central de la catedral, custodia los restos de don Marcelo González; él había percibido los lazos de gratitud y afecto que me unían con aquel que fuera antecesor en aquella diócesis. Hace pocos días en este mismo periódico, don Antonio hizo una especie de resumen de la santidad y servicio que a él se deben. Yo coincidí en Valladolid en las aulas de aquella querida Universidad y siento que me faltan las palabras para expresar con precisión el agradecimiento. Las huellas de don Marcelo son suficientes para comprender la exactitud de las palabras.
Poco tiempo después Cañizares ingresaba en la Academia de la Historia completando el análisis que de una manera especial realizaran José Orlandis y Luis Garcia Moreno acerca del III Concilio de Toledo. Y de él quiero ocuparme en este artículo destacando cómo allí, el año 589, nace España al unirse las dos simientes de la romanidad y el cristianismo. España, como América, fue descubierta y recibió de sus descubridores el patrimonio esencial que significan la lengua y la cultura. Roma nos dio nombre –es imposible saber con precisión que significa Hispania– y nos enseñó a vivir haciendo de nosotros personas y no simples individuos. No lo olvidemos: Séneca y Trajano y Teodosio fueron españoles. En el momento en que el Imperio iba a capitular ante el cristianismo, Diocleciano reconoció que España era una diócesis, esto es, una nación. Es lo que algunos, falseando la Historia, niegan en nuestros días reduciendo la nación, naturaleza de la persona, a dimensiones limitadamente comarcales
Aquí entraron los godos. Ellos no pudieron cambiar el nombre, como en Francia o Inglaterra, sino que se dejaron ganar por la romanidad. Un día ya lejano Leandro, arzobispo de Sevilla y Gregorio, futuro Papa, que coincidieron en Constantinopla, discutieron el tema llegando a la conclusión de que era preciso, por bien del cristianismo, llegara a la unidad de godos y romanos. Al poco tiempo pudo Leandro explicar al Pontífice como se había conseguido en Toledo mediante el Concilio. Lo que los investigadores españoles han dejado bien claro es que no se trataba solo de superar las disidencias del arrianismo. La nación española tomaba en sus manos el ius romano y sobre él construía un modelo de persona humana en que la libertad moral venia a ser componente principal. A esto se llamaba «ley romana de los wisigodos», abriendo el camino para liquidar la servidumbre. En 1035, invocando la memoria del reino godo, el Fuero de León se adelantaba a todos los países europeos reconociendo el derecho del siervo a abandonar la tierra para cobrar libertad. Un gran avance que se incorporaba a los movimientos de paz.
Los españoles tenemos curiosa tendencia a hablar mal de nosotros mismos y olvidamos con excesiva frecuencia las valiosas contribuciones que desde aquella raíz romana, hemos podido ofrecer. No es vano que, hasta hace pocos años, Toledo figurase como cabeza de la hispanidad. Los Concilios pasaron a ser asambleas con la participación de dos estamentos, el del clero y el de la nobleza. Cuando Toledo fue reconquistada en 1085 la norma volvió a ponerse en marcha y muy pronto quedó enriquecida con la incorporación de los simples ciudadanos. Así nacieron las Cortes, un sistema que conduce además a esa fórmula que establece que entre rey –o cualquier otro gobernante en su nombre– y reino existe un contrato, bajo juramento, que obliga al cumplimiento de las leyes, pues en ellas radica la libertad. No es inoportuno recordar aquí que fueron las Cortes de 1812 las primeras que redactaron una Constitución y que el mayor error cometido que aún seguimos pagando fue haber tirado por la borda ese logro. Como hoy algunos sectores políticos pretenden hacer. Las constituciones pueden ser revisadas o «amejoradas» –usando el término navarro– pero no desobedecidas o incumplidas, pues allí están las libertades del reino.
Esta es la herencia toledana de la que no deberíamos apartarnos, a la que acudieron los Reyes Católicos cuando consiguieron estaurar aquella España perdida del 711. Pero hay en ella otro punto. Fue también un arzobispo de Toledo, san Ildefonso, quien descubrió las raíces de la femineidad, tan diferente del feminismo de nuestros días. Poniendo sus ojos en aquella Virgen de Belén, descubrió que ella, y no un varón, era la más importante de las criaturas. Una profunda lección sobre la cual se retornó al suprimirse el masculinismo islámico. No siempre con éxito. Pero ahora vamos a celebrar a la santa de Ávila, aquella por cuyas venas también circulaban algunas gotas de sangre judía. El mensaje que el cardenal Cañizares y el Papa Francisco envían a España para esa conmemoración se inserta también en la memoria toledana. Es preciso superar los desvaríos de una revolución sexual que, como consecuencia indirecta, nos conduce también a esa violencia que son víctimas escandalosas numerosas mujeres. España tiene todavía mucho que enseñar, y las estrechas calles de Toledo, que recorriera el Greco, son un lugar adecuado para esta meditación.
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