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Turquía y Siria

La Razón
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La guerra que se está desarrollando desde hace ya cinco años en Siria y que estalló dentro de la llamada primavera árabe, para acabar presuntamente con las dictaduras existentes desde hace años en esos países, ha vivido un episodio realmente impactante a raíz del derribo de un caza ruso por parte del ejército turco.

El erróneo calculo efectuado por alguna de las grandes potencias occidentales al inicio de ese movimiento, presentado como la vía a la democratización de estos países y la apertura de más libertades y oportunidades para sus ciudadanos, derivó en una oportunidad para que los movimientos más radicales se hicieran con el poder, no sólo actuando contra todo lo anterior, sino también contra todos los que no aceptasen sus nuevas reglas, detrás de los cuales estaban en su mayoría los islamistas más radicales. Muchos de las países que impulsaron esa apertura democrática ocultaban detrás de ello intereses políticos y económicos a su favor, que pronto se vieron lastrados por estos nuevos movimientos autoritarios y radicales que se hicieron con el poder. Por su parte, el radicalismo islámico se aprovechó de la situación para hacerse con un gran territorio que atesora una gran cantidad de riqueza energética y les garantiza una importante cantidad de recursos económicos, no sólo para financiar al estado islámico, sino lo que es más grave, para luchar contra Occidente y nuestra civilización. Como han señalado algunos expertos, es la primera vez que un movimiento terrorista tiene un estado propio –tres partes de Siria y una de Turquía–, que produce petróleo y gas y que se financia regularmente gracias a la venta fraudulenta de esa producción, que alcanza varios cientos de millones de dólares al año. No sorprende que las organizaciones paramilitares, terroristas, radicales, busquen vías de financiación al margen de los circuitos financieros legales. Lo que sí lo hace y resulta aterrador es que esa financiación venga de la mano de países de la zona, aparentemente en lucha contra estos movimientos, pero que facilitan su actividad comprándoles de manera fraudulenta esa producción energética en una especie de mercado negro. De esto nos enteramos hace días por una rueda de prensa del ministro de Defensa ruso, apoyada por el presidente Putin, en la que se acusaba de esa compra fraudulenta a Turquía. Y por si esto fuera poco, con el añadido de que el presidente turco y su familia se beneficiaban de ello. Es muy inquietante que tan grave acusación, con presuntas pruebas gráficas, haya quedado tan solo en una tímida respuesta del presidente Erdogan anunciando que dimitiría si se demuestra la acusación y un sonoro silencio del resto de la comunidad internacional. Turquía es un país que aspira a ser miembro de la UE, para lo que debe cumplir exigentes parámetros sociales, políticos, jurídicos y económicos, que garanticen el respeto a la libertad, la igualdad, etc., pero en el que crece de manera exponencial la población musulmana impulsada por el partido del gobierno y por su presidente, retrocediendo en este asunto con respecto a la laicidad que ha disfrutado desde Ataturk y su independencia, lo que exige estar especialmente vigilantes.

Dos policías españoles fueron asesinados en un «no» asalto a la embajada de España en Kabul, que finalmente fue reconocido como un atentado contra nuestra delegación por un grupo talibán. Este asesinato, que viene a sumarse a los que hemos vivido en distintos países de Occidente en los últimos días del 2015, pone de manifiesto que ninguno estamos a salvo de esta guerra y que para combatirla no caben dobles juegos ni puertas de atrás ni jugar con los intereses económicos personales o nacionales, pues lo que está en juego es la vida, la libertad y la defensa de nuestro modelo de sociedad y de convivencia. Hay que exigir explicaciones y actuar con contundencia contra quienes estén realizando esas acciones o pretendan hacerlas en el futuro, para evitar que se puedan seguir produciendo. Occidente no puede consentirlo. Con esto no se juega y hay que hacerlo ya para evitar que la situación vaya todavía más lejos. Los acuerdos que aparentemente se están alcanzando en el seno de la ONU entre las partes en conflicto con el apoyo de los grandes países no se ha traducido en avance alguno ni para la población ni para la solución del conflicto. No podemos dejar de lado este asunto ni buscar una mera formalidad internacional para tranquilizar las conciencias y salvar las apariencias. La solución debe ser clara y contundente, al menos para los países occidentales, pues es mucho lo que nos jugamos. Y este conflicto no sólo no mejora, sino que parece recrudecerse con las luchas internas que surgen entre los grandes países de la zona, Arabia Saudí e Irán, y la guerra por la primacía entre sunitas y chiítas. Hay que estar muy atentos y no hacer concesión alguna para que no se aprovechen de nuevo aquellos que quieren acabar con nosotros.