Boxeo
Un año sin Muhammad Ali
Al gran boxeador Pepe Legrá –según relato de Juan Herrera– le propusieron un test que incluía dibujar la palabra «hogar». Él pintó un ring, un cuadrilátero, identificando la pretendida seguridad de la familia con un lugar en el que se sobrevive dando y recibiendo golpes. Muhammad Ali se hizo boxeador porque siendo niño le robaron una bicicleta y ofuscado se topó con un entrenador que lo dirigió a un gimnasio de Louisville, en el profundo Sur. Hay una parte del boxeo que lleva a las verdades atropelladas de la infancia, a resolver los asuntos en el patio y otra parte a aquel concepto de «nostalgia del limo», una nostalgia contradictoria porque en la desnudez primitiva de dos hombres pegándose sobre la lona hay más certezas que en un mundo hasta las trancas de hipocresía, mentira, impostura, corrección política y disimulo. Joyce Carrol Oates escribe que el ring es el único lugar donde dos hombres se pueden matar legalmente. En estos días hace un año de la muerte de Ali. «Goodbye to the Greatest», tituló entonces «Los Ángeles Times». «Bravado», altivo, electrizante, fue uno de los mitos modernos sobre los que los Estados Unidos sustentaron su potencia sentimental. Durante el siglo XX, aquel país –además de mina económica– fue el lugar con el que soñaba el planeta, un «concepto» más que una geografía en el que todos los hombres acariciaban la posibilidad de conquistar su futuro. El «concepto» incluía que Ali dijera «estoy golpeando al mundo» y siendo nieto de un esclavo se negara a ir a Vietnam, fuera suspendido durante más de tres años, desposeído de sus títulos y el Tribunal Supremo norteamericano fallara finalmente a su favor. «Soy tan rápido que al darle al interruptor llego a la cama antes de que la luz se apague». Encima tenía gracia.
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