José María Marco

Un mundo de emociones

Una de las tendencias más pesadas de los últimos tiempos es el sentimentalismo. Así como la corrupción nos ha llevado a envolvernos en los nobles ropajes de la regeneración, la crisis nos ha conducido a una especial predisposición a dejarnos afectar por los sentimientos.

Ya Obama, antes incluso de la crisis, había puesto de moda la empatía, que es la capacidad de los seres humanos para ponerse en el lugar de los demás y en vez de intentar comprender las razones de su situación, sentir como siente el prójimo y hacer suyas sus alegrías y, sobre todo, sus padecimientos. En vez de compasión, que parece ejercerse desde una posición de superioridad, y en vez de solidaridad, que suena mejor pero genera malentendidos políticos, la empatía es lo propio de un mundo de seres iguales y diferentes, capaces de vibrar unos con otros en una cierta comunidad de afectos. Empatizamos, por así decirlo, porque somos humanos. ¿Qué es la vida, sino una canción o un anuncio de lotería?

Los socialistas, como se decía ayer en estas mismas páginas, se apuntaron pronto a la moda. Durante bastante tiempo hicieron del sufrimiento una especie de tótem de la comunicación política. Rubalcaba se hartó de decir que las políticas de la derecha hacían sufrir a los ciudadanos, y, como es natural, todos teníamos que sufrir con nuestros conciudadanos sufrientes. Los ciudadanos, claro está, no sufren. Sufren las personas, que no es exactamente lo mismo. Ahora bien, esa mezcla de sentimientos y política, una vez iniciada, estaba llamada a tener un gran futuro. Por ahí se colaron los nuevos populistas. El populismo siempre ha apelado a las emociones, lo más intensas posibles. Por eso es tan atractivo: porque es inmediato, porque va más allá de lo racional, porque nos permite creer que somos mejores.

Pues bien, no lo somos. El sufrimiento nos pone a prueba, pero no nos hace mejores. En general, nos hace peores. Mucho menos lo hace el recurso fácil de padecer por cuenta ajena. Un personaje de Proust se emocionaba más con las catástrofes que leía en los periódicos que con el fallecimiento de un vecino. Las emociones, efectivamente, halagan nuestro amor propio y nos vuelven egoístas. Están hechas para gestionar el sufrimiento, no para hacer un mundo mejor. Y un mundo surgido de las emociones será más egoísta, más injusto, más brutal y más despiadado que el que conocemos. Eso sí, quienes saben manejar las emociones –y lo suelen hacer con total frialdad– vivirán mejor.