Luis Suárez
Una mártir muy singular
El pasado 9 de agosto la Iglesia ha conmemorado la santidad de una monja carmelita, que había tomado para sí los tres significativos nombres de Teresa, Benedicta y de la Cruz. En realidad se trata de una judía alemana de gran calidad intelectual conocida como Edita Stein. Y de ahí viene la singularidad y el valor ejemplar ya que se trata de la primera monja llevada al martirio por ser judía y no por ser cristiana. Sus obras revelan, entre otras cosas, la sólida preparación intelectual, la fidelidad profunda a su propio pueblo y el enorme valor que, para Europa, llegó a representar. Durante la primera guerra actuó en los servicios auxiliares del Ejército alemán con tanta abnegación, que fue condecorada. Al concluir la contienda ella se entregó a la vida universitaria ganando un prestigio entre aquellos pensadores que dentro de la línea de un existencialismo cristiano, como el de Martin Heidegger, trataban de devolver a Europa sus valores profundos. Y sin mostrar nunca desvío hacia su calidad ética de hebrea, alcanzó un día esa vocación que se revela a través de los tres nombres que hemos mencionado. Teresa de Jesús con su castillo interior que puede llamarse moradas, Benito de Nursia que enseñó que orar y laborar son las dos dimensiones esenciales de la persona humana, y ese calificativo que para sí tomara el santo abulense, Juan de la Cruz, que supo descubrir el ascenso hacia la luz que se emprende por las veredas del monte Carmelo.
Volvamos, sin embargo a nuestra heroína singular. Cuando se convirtió, completando y no sustituyendo su antigua condición, estaba dando su primeros pasos al poder el nacionalsocialismo, que hacía de la destrucción de cuanto el judaísmo significa una de sus misiones principales. En este propósito, aunque se aludiese a motivos raciales, estaba incluida principalmente el derribo de los valores religiosos. Edita fue una de las primeras en adquirir conciencia de hasta dónde el nacionalsocialismo iba a llegar. Y en 1935 envió al papa Pío XI una carta. Lo que en ella se describe parece un descubrimiento excepcional de lo que iba a ocurrir. Estaba en marcha el antisemitismo en su forma más dura y espantosa. Fue Pacelli, que hablaba alemán, quien abrió la carta y se la leyó al Pontífice. Y entonces Pío XI pronunció una frase capital: «¡Pero si todos somos judíos!». De este modo se iniciaba un giro en la Historia que ha llevado al entendimiento de nuestro tiempo. Partiendo de esta carta y luego de los informes enviados por los obispos alemanes, Pacelli preparó el borrador de la encíclica de marzo de 1937 que singularmente se escribiría en alemán: «Mit brennender sorge!». Es decir, con enorme angustia. No estaba dirigida a toda la comunidad cristiana como la que pocos días más tarde condenaría al comunismo, sino directamente a Alemania. Hoy se falsean estos datos. Cuando nadie se atrevía a condenar el nazismo en sus raíces, la Iglesia católica se adelantaba a denunciar el daño irreversible que se escondía tras lo que llamaba «neopaganismo». No se trataba de directrices políticas, sino de una defensa a fondo de la dignidad que reviste la persona humana. Muchos católicos, incluyendo sacerdotes y obispos, sufrirían después la persecución. Pero lo que a mi juicio conviene destacar principalmente es esta prioridad en la condena. Y también que los errores cometidos en siglos pasados contra el judaísmo tenían que enmendarse y reconstruirse. En España, en guerra, y siendo los alemanes protagonistas en uno de los bandos, el cardenal Gomá, arzobispo de Toledo, hizo edición de un texto español de la encíclica si bien utilizaba la versión francesa porque no manejaba el alemán. Desde el Vaticano se consultó al gobierno franquista, y el conde de Jordana, que se encargaba de Asuntos Exteriores, respondió que en modo alguno se iba a apoyar una persecución contra los judíos. Lo cual se cumplió con creces cinco años más tarde.
De modo y manera que el documento manuscrito de Edita Stein significaba una revolución. Indudablemente los servicios alemanes lo conocían y desde entonces el nombre de la monja figuraba en la lista terrible. Las madres carmelitas, conscientes de este peligro, la trasladaron a Holanda en donde confiaban salvaguardarla en el silencio conventual. Pero en 1940 los alemanes se apoderaron de Holanda con tanta rapidez que muy pocos pudieron escapar a los perseguidores. Sor Teresa Benedicta fue apresada y devolviéndole su condición inicial fue enviada más tarde a Auschwitz donde murió. El Holocausto es más que una destrucción política. Revela hasta qué punto los sueños del superhombre, incardinado en el odio y negando la piedad, estaban dispuestos a llegar. Con razón los historiadores calificamos al siglo XX como el más cruel.
Para la Iglesia el martirio no es solamente un daño. También abre las puertas a la salvación. No está referido únicamente a la persona que lo padece y hacia la cual deben moverse las lágrimas copiosas. Pues tras el mal aparece siempre el valor de la misericordia. Durante casi un milenio la sociedad cristiana había venido cometiendo un error, incurriendo a veces también en extremos de violencia y crueldad. Ahora todas las cosas iban a cambiar. Familias cristianas, en todos los territorios ocupados, salvaron niños. España entregó documentos que permitieron salvar, según los investigadores israelitas, más de 46.000 vidas. Nos gustaría que hubieran sido más, pero las circunstancias eran en extremo difíciles. Sobre todo se producía un cambio en los sentimientos. Ahora el Concilio Vaticano II invertía los términos y comenzaba el diálogo para un acercamiento cada vez mayor. Imaginen ustedes la sorpresa de aquella familia judía que viajó a Roma y acudió a una de las ceremonias públicas de Juan XXIII: allí estaba Roncalli, el nuncio que consiguió impedir la devolución del tren salvándoles la vida. Duele profundamente el mal; pero hay que reconocer que también de él pueden salir cosas buenas.
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