Luis Suárez

Único y ejemplar

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Entra dentro de las normas jurídicas de la Iglesia que un Papa, por razones importantes y positivas, pueda, motu proprio, renunciar a sus funciones. A esto se llama abdicar porque se permanece dentro de la dignidad que de su consagración se deriva. Hasta ahora nunca, en la historia del pontificado, se había producido. Se insiste ahora, para disipar posibles dudas, en mencionar precedentes. Conviene no errar: que Silverio, preso y maltratado por la emperatriz Teodora , pusiera su firma al pie de unos documentos que en la solitaria isla de Palmaria le presentaron, a punta de lanza, los soldados que le conducían a Roma para ser juzgado, no puede considerarse como abdicación; o que Martín I, condenado a muerte veinte años más tarde, el 17 de junio del 653 hiciera lo mismo para librar al clero romano de compromisos, no puede calificarse de abdicación sino de simple renuncia, y, además, de un acto de violencia. El caso más semejante al que ahora vivimos es el de San Celestino V. Pongamos atención: estamos hablando de santos.

Volvamos a esos meses que van de julio a diciembre de 1294. Tras la muerte de Nicolás IV los cardenales, empujados siempre por razones políticas, parecían incapaces de llegar a un acuerdo. Dos años y tres meses estuvo vacante la Sede de Pedro. Y entonces el rey de Nápoles, Carlos II de Anjou, procedente de Francia, que necesitaba del Pontífice para recuperar Sicilia, propuso una solución: buscar a un santo, ancianito, que sirviera un poco a la transición. Y entonces los cardenales pusieron la vista en un antiguo benedictino, que ahora vivía en una cueva, Morrona, de la que tomara su nombre porque el que por familia le pertenecía, Pedro Angelario le parecía demasiado grande para su humildad. Fue elegido pero nunca tomó posesión de la sede romana: consagrado obispo de L´Aquila, bien vigilado por las tropas napolitanas, el santo ermitaño no tardó en darse cuenta de que se le había metido en una trampa. Se le presentaban papeles a firmar, cuyo artilugio no comprendía, y era prácticamente un prisionero de aquel angevino que buscaba fines políticos. Al llegar el Adviento, la santidad dominó en él: quería retirarse a su cueva para hacer lo único importante, rezar. Los cardenales se negaron. Consultó entonces a un egregio canonista, Benito Gaetani, si un Papa puede abdicar y recibió respuesta afirmativa. De modo que el 13 de noviembre comunicó su abdicación. Curiosamente Gaetani iba a convertirse en su sucesor, Urbano VIII, el cual le encerró en un castillo cerca de Ferentino para evitar conflictos. Que desde luego, no evitó. Celestino es uno de los grandes santos de la Iglesia. En un momento en que la Iglesia cobra las dimensiones propias de la universalidad, Ratzinger, que no es sólo un santo Pontífice sino uno de los pensadores más sólidos de nuestra generación, asume la decisión de dejar vacante el solio, guiándose en sus decisiones físicas, y decide, con sorprendente libertad, que otro en mejores condiciones, pueda retomar las rendas de la nueva evangelización que, el próximo mes de julio va a tener en Río de Janeiro, el escenario que se necesita: las campanas del mundo, abiertas a la esperanza, van a anunciar que los jóvenes toman nuevamente el camino que con tanto esplendor iluminara los espacios madrileños, y antes los de otros lugares. Una señal de crecimiento. Una conducta ejemplar. Una invitación a ese mundo que se debate en medio de problemas, para que tome la senda que conduce a la salvación. La Iglesia ha dejado de limitar su mensaje a los católicos. En actitud de servicio, se dirige a todos los seres humanos por encima de las diferencias doctrinales o sociales. Ella no tiene ningún modelo político, pero si un modelo de hombre, persona humana que es mucho más que el simple individuo de una especie, a quien se engaña diciéndole que es libre porque, de vez en cuando, puede ir a depositar un papelito en una urna. Un papelito, además, en que no figuran nombres por él escogidos sino aquellos que los partidos políticos, verdaderos dueños del poder, le proponen. Y si se atreve a borrar o cambiar uno de los nombres, el papelito es entonces enviado a un cesto aguardando el incendio que debe consumirlo. El cristianismo afirma otras cosas. No me canso de repetirme a mí mismo, desde mi experiencia de historiador.

Los derechos humanos son naturales. Como Francisco I, en sus primeros y fecundos días nos está recordando; es decir, forman parte de la naturaleza humana en la forma que ha sido creada. Y hoy, no nos engañemos, están siendo conculcados. Cada vez que se destruye una célula fecundada, capaz de convertirse en hombre o mujer, se comete un asesinato. Cuado destruimos aquellos valores –amor, sentimiento e intuición– que caracterizan a lo femenino, estamos causando un daño. La libertad ha sido sustituida por una opinión que desde los partidos o desde los medios de comunicación, se imponen. Al ciudadano se le dice que tiene libertad para opinar aquello que se le transmite. Y de los medios materiales para conservar la familia y la propia existencia, más vale no hablar. No hay desastre comparable al de cinco millones y medio que quisieran trabajar y no pueden.

El mundo tiene con Benedicto XVI una deuda de gratitud impagable. Durante ocho años llevó el timón. Y transmitió a los seres humanos su pensamiento. Consciente de que le había sido dado completar una etapa, la del Concilio, al que asistiera, puso en marcha los recursos necesarios para llevar a todos los seres humanos sin distinción alguna, el mensaje que comporta la esperanza de salvación, aquí está mi silla para que otro la ocupe. Mi silla y nada más. En cierto sentido, como hemos visto el día 13, sigue siendo un Papa vestido de blanco. Aún le quedan las dos armas más preciosas que son la oración y la palabra. Algo que sigue llevando desde la esquina de Castelgandolfo o del propio vaticano. Para un católico todo se reduce a una palabra: gracias