Política

Abel Hernández

Y no se proclamó la República

La Razón
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Cuando se cumple un año de la abdicación del Rey Juan Carlos, ha subido en España el aprecio por la Monarquía y ha decaído aparentemente el fervor republicano. La imagen de Felipe VI, 47 años, con barba cuidada, es ahora mismo mejor que la de su padre. Del suspenso o aprobado raspado hemos pasado al notable colmado. Los que pregonaron a los cuatro vientos que la hora del relevo marcaría la caída fulminante del sistema monárquico se han equivocado, tanto como los que calificaron a la muerte de Franco al nuevo Jefe del Estado de «Juan Carlos, el Breve». Ha faltado poco para que su reinado, probablemente el mejor y más fecundo de la historia de España, alcanzara los cuarenta años.

Uno de los grandes fallos de la vieja y nueva izquierda en España, perfectamente intercambiables, es que no saben percibir las corrientes profundas de opinión y los hondos sentimientos arraigados en el pueblo, que no ha perdido la memoria. Corresponsales y enviados especiales de grandes cadenas de televisión del mundo, agencias internacionales de noticias y periódicos de gran tirada –recuerdo al más importante de China con millones de copias– acudieron a Madrid cuando se anunció la abdicación, convencidos por los portavoces de esas izquierdas de que llegaba la República. Seis u ocho de ellos vinieron a entrevistarme a casa aquellos días y casi todos abrían los ojos con asombro cuando les decías que no pasaba nada. Les habían intoxicado y convencido de lo contrario. Su desilusión era comprensible. El reportaje perdía interés y dramatismo, y para ese viaje no hacían falta alforjas.

Los españoles, al menos dos de cada tres, están convencidos, según los sondeos, de que el Rey Juan Carlos, 77 años, se retiró a tiempo. Hizo lo que debía, pensando sobre todo, como acostumbra desde niño, en el futuro de España y de la institución monárquica. Es lo que le enseñó Don Juan, su padre. Además, se había quedado solo, por una serie de circunstancias, incluidos algunos fallos personales.

España había dejado de ser «juancarlista» y la soledad abrumaba ya al viejo Rey, junto con los zarpazos de la ingratitud. Aquel lunes, 2 de junio, el líder socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, que pronto emprendería el mismo camino de la retirada, calificó la abdicación como uno de los hechos más importantes de la historia moderna de España.

El Rey Juan Carlos justificó la decisión por la necesidad de que sean las nuevas generaciones las que lleven a cabo las transformaciones que demanda la sociedad española. Para entonces, había comprobado que Felipe, su hijo, contaba ya con la preparación y madurez necesarias para llevarlas a cabo. No se equivocaba. Él pasaba discretamente a segundo plano, mantenía el título de Rey de forma vitalicia y perdía la inviolabilidad.

A partir de entonces, recuperaría en parte la libertad personal y parcelas de privacidad que no disfrutaba desde niño, y realizaría en el plano institucional únicamente las funciones que le asigne su sucesor. El viejo Rey marcaba así el camino a otros instalados en el poder que han perdido o han visto disminuir el favor popular.

El relevo al frente de la Casa Real fue interpretado, con sólidos argumentos, como el comienzo de una nueva etapa en la vida nacional, con un cambio en la forma de hacer política y la sustitución ordenada de los viejos dirigentes por representantes de las nuevas generaciones, que no han sufrido el desgaste y el desprestigio de sus antecesores. Argumentos sobran. El descrédito se había ido apoderando de las organizaciones políticas y de las instituciones públicas. De pronto salía a la luz toda la corrupción presente durante años en el seno de los partidos. Éstos habían ido apoderándose de las instituciones, y cada vez se ensanchaba más el abismo entre la España oficial y la España real. Los duros efectos de la crisis en amplios sectores de las clases medias facilitaban la irrupción de politólogos y aventureros de la política que amenazaban con aprovechar la oportunidad para llevarse todo por delante, incluido el régimen del 78, obra fundamental del Rey Juan Carlos y que ha proporcionado el mayor período de progreso, libertad y estabilidad de la historia de España.

La llegada de Felipe VI ha servido para impulsar la renovación y la ejemplaridad, que andaban deterioradas, también en las cercanías de la Casa Real. Nada más tomar posesión, ordenó auditorías externas de las cuentas de la Casa y prohibió al núcleo duro de la familia –reducido y delimitado– trabajar para empresas y hacer negocios en el sector privado o dedicarse a otro empleo que no sea el de la representación institucional. Al personal de la Zarzuela le dictó un estricto código de conducta. El propio Rey, para dar ejemplo, se bajó un veinte por ciento el sueldo. La gente de la calle apreció enseguida esta voluntad de honradez y transparencia. En el primer año de mandato Felipe VI no ha dado un solo traspiés ni un motivo serio de crítica. Y Doña Letizia, su compañera, la joven Reina, que había sido recibida con recelo por no pocos monárquicos ortodoxos, ha constituido un buen complemento, que ha servido para modernizar la institución, abrillantar la Corona y abrirla a las jóvenes generaciones.

Los que esperaban que el nuevo Rey impulsara una «segunda Transición» liquidando la herencia de su padre, que cristalizó en la Constitución del 78, están tan desencaminados, como los que se empeñan en vocear por las esquinas que «España mañana será republicana». No sé pasado mañana, pero mañana, desde luego, no. En lo que aciertan es en que ha sonado la hora de la renovación, y en que, a juzgar por lo que ha pasado en la Zarzuela, eso da buen resultado.