Ángela Vallvey

Zafios

La Razón
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Hace poco publiqué un artículo hablando de la cursilería de los tiranos, pero después de repasar algunas grandes frases, hitos y manifiestos de nuestros contemporáneos tiranuelos, señores absolutos, autócratas y déspotas en general, me pregunto si no estará ocurriendo un fenómeno que, por otra parte, sería lógico teniendo en cuenta el signo de los tiempos: la implacable sustitución de la tradicional cursilería de los dictadores por una zafiedad manifiesta. ¿La ordinariez ha suplantado a la cursilería en el ranking de dolencias tiránicas 2.0? Es posible.

Por ejemplo, en Latinoamérica hay algún cabecilla caudillista capaz de emitir ruidosos gases abdominales en forma de diatriba a micrófono abierto (no es una exageración: está grabado y en YouTube para quien quiera verlo). En este caso, la cursilería se ha trocado en improperio. ¡Se trata de un héroe del pueblo!

El fenómeno, digo, me parece propio de la época: antaño la cursilería era una forma de elevación. El tirano quería, a través de ella, mostrarse superior al resto de sus congéneres, convertirse en modelo de prominencia, predicar desde su altura social los mandamientos que debía acatar el vulgo. Su conducta tenía una vocación de ejemplaridad, pero hasta cierto punto. La cursilería era un modelo de comportamiento –no importaba, sino que era incluso deseable, que todo el mundo imitara al dictador cursi– pero, sobre todo, era una línea roja que separaba a la plebe de sus mandatarios, que demarcaba las diferencias sociales: el líder exhibía a través de ella unas formas principescas, presuntuosas, elitistas que, aunque se podían imitar, jamás se podrían «igualar».

La época contemporánea ha prohibido de facto esa diferencia: la democratización de todos los ámbitos de la vida se ha vuelto una exigencia. Ahora, el tirano sabe que no puede presumir de ser distinto –mejor, más rico, más listo, más fino que sus subordinados, que la gente que le vota–;por ello, está obligado a hacer un esfuerzo de asimilación con (los que a todos los efectos siguen siendo) sus súbditos. De modo que se sirve de la zafiedad para integrarse en la multitud, para pasar por «uno más», aunque no lo sea. Por eso, hasta hace alarde de ordinariez y de incultura. Hoy no se soporta que nadie otorgue certificados de buenas maneras. El civismo parece una vanidad incluso hortera. La sapiencia molesta, y demasiada «finesse» resulta un engreimiento. Los tiempos igualan por la base.

La tosquedad es la medida de todas las cosas.