Apuntes

Como los españoles de antes

Ya se sabe que, sobre todo en América, la sangre compartida provoca exceso de confianza

Carlos Andrés Pérez tomó posesión de la Presidencia de Venezuela en vísperas del golpe de Estado que derrocó a Alfredo Stroessner, el pintoresco dictador del Paraguay, organizado por su propio yerno, que ya se sabe que en todas la familias cuecen habas. Hablamos de febrero de 1989 y, en la cena oficial de Caracas coincidí con un asesor gubernamental venezolano, cuyo nombre no recuerdo, que trataba de convencerme de que el ron cubano estaba muy sobrevalorado, cuestión en la que coincidimos parcialmente, entre otras razones, porque con mi compadre Elbert Durán, colega en Costa Rica, me había trasegado varias cosechas de Flor de Caña en las calurosas noches de la revolución sandinista. Del ron pasamos a arreglar América y el mundo, y de ahí a los consabidos cantos regionales, con aquel «nací en la ribera del Arauca vibrador», que viene a ser como el «y viva España» de los venezolanos. No recuerdo bien cómo surgió, pero aquel criollo me hizo el mejor elogio patrio que había recibido en la vida : «Con los mexicanos no se puede hablar, porque son como los españoles de antes». En la zona cero de la guerra a muerte desatada Bolívar, sonaba a reconciliación. Si digo que en México hay mucho de España, caigo en la perogrullada, así que prefiero la provocación de afirmar que sigue latente la lucha de los realistas frente a los independentistas y que la resistencia indígena y el narcotráfico son expresiones vivas del viejo conflicto, como en su día lo fueron el genocidio Yaqui y la guerra de los cristeros, que hay que apuntar en el debe de un tipo como el presidente Plutarco Elías Calles, el protofundador del PRI. No me gustaría ser mexicano de ahora, no sé si de antes, y se lo dice uno que conoce más rancheras que un mariachi de Hermosillo –hecho confirmado en la pura práctica– y que odia la comida tex-mex y su exceso de queso, pero es de temer que la suma de la globalización más el peso de la sangre compartida provocan fenómenos coincidentes a ambas orillas del charco, que donde hay confianza, da asco. En España, todavía se guardan las formas diplomáticas, y las barbaridades del populismo, como eso de calumniar a un particular desde el Consejo de Ministros, se queda en lo doméstico, pero en las Américas ya van a cuchillo dialéctico y no solo. El presidente ecuatoriano, Daniel Noboa, ha ordenado asaltar la sede de la Legación de México en Quito, ciscándose en el derecho internacional, para capturar a un ex vicepresidente, Jorge Glas, al que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) había concedido asilo político. Previamente, AMLO se había despachado a gusto con Noboa, poniendo en duda la legitimidad de su elección e insinuando que había urdido el asesinato del candidato Fernando Villavicencio. La respuesta, con el asalto a la Embajada, vino tras denunciarse que el tal Glas había sido excarcelado indebidamente por un juez ecuatoriano sobornado por los cárteles de la droga mexicanos, asunto que en un Ecuador bajo ofensiva del narcotráfico pretende justificar lo injustificable. No llegará la sangre al río y, en el camino que marca nuestro presidente del Gobierno, podemos hacer virtud de la necesidad y alegrarnos de que los líos políticos internos y externos de AMLO, «un español de los de antes», no le dejen tiempo para su otra obsesión, trasfundirse, metafóricamente, sangre azteca e insultar a la Madre Patria.