El buen salvaje

Los cuervos

En esos lares donde se confrontan el bien y el mal se dirime el futuro de la Cristiandad, de la mayor de nuestras tradiciones culturales sin la que uno no podría dar dos pasos seguidos sin mareos

El cielo se encapota con la negritud de un aleteo casi sordo; desde la Ciudad Eterna se ven palomas, pero parecen cambiadas por una imagen de las de Álex de la Iglesia en Pedraza. Pocos sitios hay tan terroríficos como un lugar sagrado al pairo en el que no se sabe qué tormento puede entrar. Los fans se arremolinan en una especie de auto de fe: gane quien gane, ellos estarán ahí. Los cuervos se colocan tras las cámaras para que no los vean tirar del pelo a los niños y hacerse con la inocencia, tantas veces perdida. Dicen que es el tiempo de Dios si bien se parece más al de los hombres con sus dobladillos mal cosidos. Todo el mundo ha despedido con mayor o menor fervor a Francisco, las palabras más ralas y las más babosas venían de la izquierda. El Papa hablaba su idioma. El de los emigrantes y los derechos de los gays. Nada nuevo se hizo, no obstante, durante su mandato en ese sentido. Hablar. Comprender. Dudar. La Iglesia es la misma, no así los gestos. Los creyentes conservadores, por su parte, lo adoraban porque era el Papa y al Papa siempre se le adora por lo menos mientras fue vestido de Santo Padre, antes de la camiseta de rayas que ya lo hizo un hombre a secas a punto de morirse. Tal vez la mayor de sus revoluciones. Un cambio de pasarela. Cuando ya no se tiene crédito para cambiar la ley se prueba con la apariencia. Francisco ya era un refugiado de sí mismo.

Luego están los cuervos, que están por todas partes en nuestras vidas. Más aún allí, en el centro del poder divino, queriendo merendar la sangre de un hombre bueno. Ya empezaron a hacer su trabajo al ponerle zancadillas de boato trascendental y tapabocas de abusos. El hombre llega a donde llega aunque tenga la inestimable ayuda del Espíritu Santo. Hay mucho halcón para poca paloma. En esos lares donde se confrontan el bien y el mal se dirime el futuro de la Cristiandad, de la mayor de nuestras tradiciones culturales sin la que uno no podría dar dos pasos seguidos sin mareos. No hace falta rezar, basta con mirar un santoral del pérfido Caravaggio.