El ambigú
Cuestión de límites
El político honorable no necesita vigilancia externa, porque su brújula moral le impide traspasar ciertas línea
En una situación como la actual, la valoración casuística resulta inabordable y, en ocasiones, exige incluso soslayar la propia actualidad para reflexionar con cierta serenidad. La política, entendida en su dimensión más noble, no puede reducirse a un mero juego de normas jurídicas ni a la búsqueda del vacío legal que permita justificar cualquier conducta. En el ejercicio del poder, los verdaderos límites deberían imponerse desde dentro, a través del honor, la responsabilidad y el compromiso con la ciudadanía, dejando al derecho penal como último recurso. El problema surge cuando esa jerarquía se invierte y el único freno eficaz es el temor a una condena judicial. Esa situación, lejos de ser signo de salud democrática, es un síntoma inequívoco de degradación institucional: significa que los diques previos –el honor, la responsabilidad y la presión de la opinión pública– han sido debilitados.
El honor es el límite más íntimo y, al mismo tiempo, el más elevado. No depende de leyes ni de jueces, sino de la conciencia personal y del sentido del deber. Cicerón, en «De officiis», insistía en que la justicia y la autoridad deben fundarse en el respeto, no en el miedo. El político honorable no necesita vigilancia externa, porque su brújula moral le impide traspasar ciertas líneas. Adolfo Suárez expresó en numerosas ocasiones que la política debía entenderse como servicio a los demás, no como un instrumento de aprovechamiento personal. Esa convicción muestra que el honor no solo fundamenta la confianza ciudadana, sino que también evita que el poder se convierta en un ejercicio de mera fuerza o astucia legal.
El segundo dique es la responsabilidad frente a quienes han depositado su confianza en el político. Aquí entra en juego no solo la rendición de cuentas, sino también la coherencia entre lo prometido y lo ejecutado, el respeto por el mandato recibido y la transparencia en la gestión pública.
El tercer límite lo constituye la reacción ciudadana, manifestada en la crítica, el escrutinio social, la prensa libre y, hoy en día, las redes sociales y la sociedad civil organizada. Una democracia sana se fortalece cuando los gobernantes saben que sus decisiones serán observadas, discutidas y, en su caso, rechazadas por los ciudadanos. Thomas Jefferson, en una carta de 1787 a Edward Carrington, escribió que «la base de nuestro gobierno es la opinión del pueblo; el primer objetivo debe ser mantenerla correcta». De ahí que un debate público vibrante y una prensa libre sean indispensables para sostener los otros diques de contención. Sin ellos, la ciudadanía pierde su capacidad de controlar al poder.
El derecho penal debería ser la última barrera, nunca la primera. Su función es intervenir solo cuando los anteriores diques han fracasado. Si un político evita el abuso únicamente por miedo a ser condenado, el sistema democrático ya se encuentra en crisis. Cuando el temor a la sanción penal se convierte en el único límite real, se instala una cultura de impunidad encubierta, donde todo lo que no está expresamente prohibido se considera permitido. En ese escenario, la ética pública es sustituida por la estrategia jurídica y el ciudadano pasa a ser un mero espectador impotente. Ortega y Gasset, en «La rebelión de las masas», advertía que la ausencia de ética en la política convierte al político en un riesgo para la sociedad.
La política sin honor, sin responsabilidad y sin control ciudadano pierde su carácter de servicio público y se degrada en un campo de batalla donde solo importa conservar el poder. Recuperar el orden de los diques de contención no es una opción, sino una necesidad urgente para preservar la dignidad de la democracia. De las crisis económicas se sale, de las morales cuesta mucho más.