Aquí estamos de paso

La cultura aseadita

Sucede que seguimos inmersos en tiempos sectarios, en territorios del desencuentro ciudadano en los que la virtud propia se mide y se pesa en kilos de vicio del contrario

Un periódico de altura daba el martes la noticia de la muerte de Sánchez Dragó destacando, con entrecomillado y todo, un fragmento de una de sus obras en el que aludía a su experiencia de relaciones sexuales con niñas de 13 años. En ese plumazo tosco y depredador el diario en cuestión resumía la trayectoria literaria de un autor tan amplio y prolijo como fundamental y provocador.

Luego en posteriores ediciones corregía el desarreglo, pero quedaba esa primera andanada, ese primer rejón que denotaba no sólo antipatía y mal gusto, sino además una intención claramente censora de actitudes personales presuntamente delictivas.

A mí tampoco me caía bien Sánchez Dragó, y me parece deleznable que alardee de inaceptables comercios sexuales. Pero mi desafecto personal no le resta la menor relevancia intelectual a don Fernando ni mi admiración más encendida por su capacidad para divulgar la historia después de haberla contemplado con ojos completamente nuevos. Entre otras virtudes. Porque su obra literaria también me parece más que digna de mención. Y su permanente capacidad de provocar, una virtud envidiable.

Pero sucede que seguimos inmersos en tiempos sectarios, en territorios del desencuentro ciudadano en los que la virtud propia se mide y se pesa en kilos de vicio del contrario. Tiempos en los que si uno no es de mi cuerda su trayectoria es errónea o decididamente malvada.

Reflexionaba no hace mucho mi querido Edu Galán en su más que recomendable «El Síndrome Woody Allen» sobre esa simpática regla no escrita de la corrección política según la cual un artista o un creador no puede de ninguna manera disociarse de su comportamiento personal. Incluso de acusaciones que pudieran ser falsas sobre esa trayectoria privada. Partía de la evidencia de que el cómico estadounidense había pasado de ser un genio a un villano simplemente porque su ex mujer, Mía Farrow y alguno de sus hijos le acusaban de haber abusado de otra hija pequeña. A partir de ahí, Allen ya es un presunto abusador, y su obra una basura producto de las ensoñaciones de un delincuente.

Con Sánchez Dragó es posible que haya pasado algo parecido. La alerta de ese destacado diario es sólo una manifestación extrema, una insólita mancha de engrudo en ese arte refinado que tiene el español para glosar a los difuntos. Ya lo decía Rubalcaba, que era un sabio: en este país se entierra muy bien.

Ahora también, pero siguiendo esa moda de la llamada cultura de la cancelación, que consiste básicamente en encerrar a alguien en el desprestigio por acciones o sospechas –y hasta ideas– con las que el que cancela no está de acuerdo o considera socialmente lesivas.

A él o ella, a su obra pasada, presente o futura. Ya no vale la emoción que provocaba, ya no cuenta su talento para el arte. Ahora es la persona la que define la obra.

Por fortuna para la cultura de verdad, para el arte que nos eleva como humanos, no hay forma de negar o silenciar todo el legado que grandes malvados o presuntos delincuentes o borrachos nos han dejado como herencias artísticas imprescindibles.

Pero el camino ya está abierto. Y lo de Sánchez Dragó, como lo de Woody Allen, o todas las iniciativas destinadas a borrar de los libros y las imágenes cualquier referencia subjetivamente ofensiva, racista, discriminatoria o sencillamente molesta, van en esa dirección.

Entre los algoritmos, la inteligencia artificial y los censores de lo correcto, nos va a quedar una cultura de los más aseadita. Limpia de todo, hasta de su esencia.