Aquí estamos de paso
Se lo debemos
Aquella ilusión de cambiar las cosas se ha quedado en una hiriente resignación
A menudo me pregunto cómo veríamos el mundo hoy con los veinte que los de mi quinta teníamos hace cuarenta. Siempre encuentro la misma respuesta: igual que ellos hoy. Exactamente igual. Entonces nos autoarrogábamos el privilegio de poder cambiar el mundo porque veíamos infinitos caminos y nos alimentaba la inagotable energía de la ilusión. Cuatro décadas después hemos hecho tan mal nuestro trabajo que a los veinteañeros de hoy les hemos sellado casi todos los caminos y ya no hay ilusión con la que cargar las baterías. Deberíamos avergonzarnos al encontrarnos con sus preguntas y sus dudas, cuando nos miran a la cara y como toda respuesta nos encogemos de hombros y echamos la vista a un lado y a otro buscando las culpas en los demás. Porque siempre hay alguien a quien señalar. El sistema y sus desórdenes, la economía y sus limitaciones, la política y sus ineficacias, la naturaleza y sus ciclos, la guerra, el hambre, el vecino, los bancos, las empresas, los sindicatos… mire usted donde mire, señora –que diría mi vecino de página– siempre habrá un culpable. Pero hemos sido nosotros, desde nuestra pequeña actuación de cada día, nuestras desidias sin compromiso, nuestra pasividad ciega, la mirada en el límite de nuestras narices, quienes hemos sembrado de piedras su camino hasta hacerles perder toda esperanza.
Leo que en el vecino Marruecos más de uno de cada diez habitantes ni trabaja, ni estudia ni tiene futuro. Todos ellos están entre los 15 y los 35 años y son la carne del cañón insano de la emigración clandestina, la famélica legión a la que la Internacional iba a poner en pie.
Dice Tezanos que este fenómeno migratorio es una de las cosas que más preocupa a los españoles, pero tengo para mí que no es cierto, y que responde más al eco de lo que transmitimos los medios, al ritmo de estrategias políticas más de desgaste que de creación, que a la verdad de nuestros dolores cotidianos.
Y sin embargo hay en esas estadísticas marroquíes algo de lo que estrecho arriba debería preocuparnos, porque los de su generación tampoco lo tienen aquí mucho mejor. Ni en Francia, ni en Holanda, ni en Estados Unidos o en Singapur. A ver, me dirá usted, que hay mundos y mundos, y nosotros estamos en el primero, que es democrático, flexible y de oportunidades y el vecino del sur no deja de ser una monarquía poco democrática rigiendo un país pobre. Sí, claro, por eso algunos de sus nacionales y muchos de sus vecinos se la juegan en patera. Pero esos jóvenes que se apuestan a un solo número vienen al impulso de la uniformidad, de la globalización de usos y costumbres, engañados por una propaganda que vende que en el norte está la solución cuando los chicos de aquí viven casi igual de frustrados y en desánimo. Con más protección social, sí, con más oportunidades, sí, pero muy mal repartidas y generadoras también de frustración.
Se nos llena la boca de hablar de ellos, pero nosotros somos responsables de lo que les hemos dejado. No sé si estamos a tiempo, pero acaso debiéramos mirarles con más cuidado, con más empatía. A los de aquí y a los de allá. A los de todo el mundo. Porque aquella ilusión de cambiar las cosas, aquella universalización que repartiría mejor el mundo, se ha quedado en una hiriente resignación cuando no en la comodidad de la vida resuelta y que se apañen ellos. Y no: creo que se lo debemos.
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